sábado, diciembre 21, 2013

El tarifazo o de cómo cabrear al personal


Esta gente que nos gobierna se alía con el mismísimo diablo sin con ello sacan rendimiento. La subasta de la luz y demás desfachateces no lo entienden la mayoría de los ciudadanos. Lo que entendemos es qué tanto por ciento más vamos a pagar cada mes del ya desproporcionado recibo de la luz. Ese incremento se calcula de diversas formas y maneras, desde utilizando la calculadora último modelo hasta los mismos dedos. Eso es lo que entendemos, los tejemanejes de los políticos, no.
Pero como nos hemos vuelto muy mal pensados en este país, muchos tenemos casi la seguridad de que en estos días previos a las vacaciones de invierno, una vez más están tomándonos el pelo. En esta ocasión con el recibo de la luz.
Es muy posible que los de la subasta y los políticos sean la misma cosa, no en vano cuando los segundos se jubilan, además de tener asegurada una pensión de infarto de por vida, van a parar de consejeros o de lo que sea que hagan, a las grandes empresas, cobrando un pastón cada año que ningún obrero cobrará en toda su vida, sumando todos los salarios de él y de su familia, mientras se dejan los riñones, los pulmones, los huesos y hasta la vida.
Esta gentuza, bien calentitos en sus despachos de no hacer nada más que joder al de abajo, decide que la luz va a subir un tanto por ciento, y calculan ese porcentaje ahuecándose el cinturón y mirándose los testículos. Los millones de españoles que ya viven por debajo del umbral de la pobreza tiemblan, primero de miedo y después de frío. El ministro de turno, rasgándose la camisa, toma unas cuantas decisiones, los otros, los de la subasta, protestan un poco, pero no mucho. Forma parte del juego. Dentro de unos días, el ministro de la cosa convocará, triunfante y compungido a partes iguales, a la prensa, para decir qué buenos somos, y anunciará que no es el once por ciento lo que va a subir la luz, sino el ocho, por ejemplo, y se quedarán tan anchos.

¿Pero de verdad cree esta gente que se puede engañar siempre a todos? Eso es lo más cabreante, el insulto permanente a la inteligencia del ciudadano. Que ese engaño, ese insulto, llegue desde los amigos, desde la familia, vale, son los nuestros, hoy trato de engañarte yo y mañana lo haces tú. Pero de ellos, que nos están sangrando, que son unos corruptos, que están llevando el país a la ruina y la indignidad y a las personas a la desesperación, no, de ellos no. No sé qué buscan, qué quieren en el fondo, pero malviven ya aquí demasiadas personas que no tienen nada que perder y sí algo que ganar. ¿Es eso lo que buscan?

sábado, noviembre 16, 2013

Algunos jueces buenos

El viernes día 15, La Sexta emitió un programa titulado “La Sexta Columna: algunos jueces buenos”. Agruparon todo aquello que desde años vamos sabiendo de manera sesgada y, lo más importante, dieron voz e imagen a los jueces que en algún momento se han atrevido –yo diría que osado- a enfrentarse al poder. Vimos lo que ya sabemos, que la Justicia está manipulada por la plutocracia en la que vivimos, nos guste o no.
La Justicia, en España (no sé qué pasará en otros países), tiene muy poco margen para poder actuar. En realidad lo único que deberían hacer sería aplicar las leyes y aprovechar la holgura en la interpretación de ellas para aportar la visión de cada juez, siempre dentro de ese espacio que los legisladores han dejado para elucidar y, que de no ser del agrado de los dirigentes, las sentencias se irán de viaje por las distintas instancias hasta que resulten como ya tenían previsto los plutócratas.
También se puede dar el caso, y de hecho se da tal y como tuvimos ocasión de escuchar en el programa de referencia, que desde el principio, quienes velan a fin de que las cosas –las sentencias- salgan como desean (la casta política), se percaten de que la investigación puede llegar a perjudicarles seriamente, y es ahí donde se defenestra al juez, y aquí paz y después gloria. Para ello las leyes que los políticos han hecho tienen suficientes articulados, que van desde la denuncia por prevaricación y otras lindezas, hasta echarles de la judicatura. Es fácil.
Pero ¿quiénes hacen las leyes en este país? Pues como en todos, los políticos. Las leyes, a no ser que nos hayan confundido, se aprueban en consejo de ministros, pasan por el Congreso de los Diputados (teóricamente los representantes del pueblo, unas trescientas cincuenta señorías), van al Senado, algunas señorías menos, para volver al Congreso. Pero antes de redactar una ley, supongo, que los distintos ministerios a los que competan, tendrán asesores, muchos asesores, infinidad de asesores, y por a quien benefician casi todas las leyes en este país, a veces me da en pensar que también les asesore la mafia calabresa, o la siciliana.
Si se repasa el currículo de las señorías se comprobará que casi todos son abogados o economistas, pocos filósofos, pocos con bagaje en Humanidades. Esto, que en principio podría redundar en beneficio de la ciudadanía es, en realidad, un añadido para beneficiarse ellos mismos, a través de sus testaferros, de sus familias, y de su casta.
No se comprende, si no es así, cómo en este país no se le puede aplicar la Justicia a los ricos, salvedad hecha de Bárcenas (ya veremos cómo acaba esto, casi seguro que en nada), y porque el rebote del partido al que servía debe ser monumental, nada menos que este hombre se les ha llevado sus dineros. Casi nada. Pero ahí está el caso de Blesa, que le va costar la carrera al juez. Tampoco se entiende muy bien que las fianzas millonarias se paguen en cuatro días y nadie investigue de dónde ha salido el dinero. Por no escribir ya de que la “pasta”, nunca, jamás, se devuelve. Ya escuchamos anoche a uno de esos jueces buenos decir que en España la Justicia está diseñada para los choricillos, textualmente dijo “tenemos una Justicia de robaperas”.
En sus mansiones de lujo, mientras se pierde el tiempo con esos robaperas, siguen residiendo apaciblemente todos aquellos que han llevado a este país a la ruina, que se han llevado por delante las ilusiones y el trabajo de millones de obreros y de pensionistas. Ellos están amparados por las leyes de sus correligionarios. ¿Un banco no gana lo suficiente para pagar los sueldos millonarios de los ejecutivos? Se crea el banco malo. ¿Una sociedad mercantil se va a ir a pique? No importa, se crea otra. Es anónima por mucho que los datos sean públicos. Hagan la prueba. Si logran acceder a los nombres de quienes componen esa segunda, tercera o cuarta sociedad, verán que son los mismos, o al menos los mismos apellidos.
En cambio, si alguien tiene la desgracia de ser autónomo, y son muchos, nada menos que más de tres millones de personas, que se dice pronto, tres millones de autónomos, ahí ya se paga hasta con los dientes. No se puede crear la figura del autónomo malo. Es la persona física la que responde, mientras las mercantiles se esconden en los pliegues de los testaferros o, simplemente, en los de la desvergüenza.
Los legisladores habrán estudiado en colegios de pago, habrán hecho másteres en universidades renombradas y reputadas, casi todos relacionados con el Derecho y la Economía, y deben creer que el resto hemos ido a escuelas tontódromas. Lo que sucede la mayoría de las veces es que los pobres se la han de envainar porque no tienen ni dinero para meterles mano, y ellos lo saben, los ricos, los empresarios, los ejecutivos, lo saben. Cada huelga que hacen los obreros (como la de las basuras de Madrid) les deja en los huesos, a ellos y las familias que les apoyan, y los sueldos de vergüenza que perciben no les llega para ir de una vez por todas a por quienes les están dejando en la más absoluta de las indigencias.

Y así, en este país de nuestros amores y de nuestros pesares, si nadie lo remedia, y eso sólo se puede hacer en la calle, en unos años sólo habrá ricos, muy ricos, y pobres, muy pobres. David y Goliat. David, pequeño, formado por un ejército de hormigas. Goliat, enorme, por unos pocos ricos. Si se cumple la historia estaremos salvados. Mientras, ellos siguen con los ERES, echan a los obreros a cientos. Nadie les va a encarcelar. Si algún juez se atreve, ya sabe a lo que se arriesga, les amenazan hasta a los hijos. La mafia calabresa, ya digo.

jueves, octubre 31, 2013

Corruptos y provocadores



Entre todos los despropósitos que se leen, escuchan y ven a lo largo del día, tal vez sean de los menos importantes aquellos que se refieren a los políticos y los corruptos. Están muy lejos de los dramas que se vive en la isla de Lampedusa; de las decenas de masacrados por cuestiones de religión; de los seis mineros que se han quedado para siempre en la mina; lejísimos de la tragedia de casi noventa inmigrantes muertos de sed en un desierto, la mayoría niños; o de la angustia que están padeciendo los millones de pobres con quienes nos cruzamos a diario. Si sólo, ¡sólo!, nos sintiéramos conmovidos por estos dramas, dejaríamos de percibir la insolencia de los corruptos, de quienes nos acosan desde la pantalla, desde el papel, y desde las ondas.
La desfachatez de los corruptos y la de los políticos que les han encubierto es, tal vez, uno de los hechos que más cabrea al personal. En primer lugar por la cuota de responsabilidad que les corresponde en la angustia y la pobreza en que viven sus conciudadanos.
¿Desde qué punto de vista se puede analizar esa desvengüenza y caradura de la que hacen gala, añadida al hecho de la corrupción? Que un ciudadano que hace cola en la oficina del paro un día sí y otro también sin resultados, que un asiduo de los comedores sociales, que unos todavía jóvenes de cuarenta o cincuenta años hayan visto su vida desmantelada, arruinada, por culpa de unos corruptos de diferentes escalas económicas, hayan de escuchar peticiones de criminales enchironados solicitando al juez dinero en efectivo para pagar los impuestos de sus numerosas propiedades, o el salario del personal de servicio, resulta más que sangrante. Porque, a estas alturas, no deberían tener ni propiedades, ni servicio, ni cremas hidratantes, ni tan siquiera agua embotellada.
O escuchar los lloros de empresarios –libres de cárcel de momento y lamentablemente sin visos de que la pisen en su asquerosa vida-, lamentarse por el recorte de viajes a causa de la crisis, por ejemplo, o porque han de apretarse el cinturón para llegar a final de mes -¡sabrán ellos lo que es apretarse el cinturón!- mientras residen en mansiones de lujo. Unas mansiones que, posiblemente, estén inscritas a nombre de hijos, nietos, primos o testaferros varios, conseguidas extraviando los dineros que, muy posiblemente, debían haber destinado a pagar a los empleados, o a los profesionales que han trabajado para ellos.
Todo esto, escuchado una y otra vez, viendo a veces sus caras de desalmados, adivinando una sonrisa, es insultante, una provocación insoportable
Pero el grupo de los corruptos, cada día más abultado, sigue tensando la cuerda, sigue cabreando al personal, sigue intentando engañar, sin darse cuenta de que no se puede engañar siempre a todos.

sábado, septiembre 28, 2013

Cuentos para no dormir



Què volen aquesta gent
que truquen de matinada?

… cantaba María del Mar Bonet en los duros años del franquismo. Esos años inolvidables por mucho que se empeñen quienes pergeñaron la santísima transición, por mucha gasolina que Martín Villa rociara sobre la documentación secretísima mientras conjuraba para que todos olvidáramos, por mucha ancianidad que ahora se perciba en el rostro de Luis Antonio González Pacheco, alias “Billy el Niño”, a quien el arriba mentado concedió, el mismo año que destruyó las pruebas de los crímenes del franquismo, una medalla.
Los humanos, cogidos de uno en uno, puede ser, y de hecho lo es, que tengan capacidad para olvidar duros trances vividos, pero todos juntos, a la vez, por mucho que los políticos se empeñen, no.
Por eso, ahora, no es que González Pacheco surja de la neblina de la memoria, es que siempre ha estado presente en aquellos a quienes torturó y en las familias de quienes “se suicidaron”, tirándose por la ventana de una estancia donde estaba siendo “interrogado”.
Argentina, que ha padecido los rigores y asesinatos de una dictadura militar, que ha visto cómo desaparecían sus hijos y nietos, pide, a través de sus jueces, la extradición de unos cuantos torturadores españoles. Sin esperar a la justicia divina, último recurso de los creyentes asesinos y de quienes le apoyan, que van a dios rogando y con las armas matando.
Y este hecho, que debería hacer enrojecer de vergüenza a los políticos españoles desde 1975, les hará sonreír, e incluso reír. Porque ellos ríen siempre. No hay más que ver –si hay estómago- a esos imputados que tal vez nunca acabarán encarcelados, reír cuando aparecen por la televisión. Se ríen los corruptos, se ríen los torturadores, y lo hacen en las mismas barbas de los jueces y de los ciudadanos, con gesto estúpido y a la vez altanero, como quien sabe, unos –los políticos- que no van a acabar en la cárcel, y los otros, sus necesarios, que puede ser que acaben entre rejas, pero con el dinero a buen recaudo.

domingo, septiembre 08, 2013

Judes y el final del verano




Me parece que este ha sido el menos duro, o ha pasado rápido (ahora todo discurre con demasiada rapidez). Me refiero al verano, la estación del año, para mí, más antipática, si es que esa cualidad se puede aplicar al conjunto de tres meses del año. Los más enterados dirán sí, sí, se puede, estás personificando. Bueno, pues eso.
He acudido allí donde las obligaciones familiares me lo han permitido: Móndidas de Matasejún, de Sarnago, visita a Valloria, a un foro social en Fuentes de Magaña, presentación de mi última novela La Vara de la Libertad, y poco más.
Como no me he movido de Soria y sus tierras, he seguido las noticias y he comprobado, día a día, que los problemas tampoco se han ido de vacaciones. Siguen todas las vergüenzas ahí, el barcegate, el urdangate, los parados, los corruptos, todo y todos siguen pululando sobre nuestras vidas tratando de amargarnos la existencia.
El último día de agosto, carretera y manta, fui hasta Judes. Pasé siete, ocho o nueve rotondas en catorce kilómetros, alrededor de Almazán y, ante el temor de tener que enfrentarme a más, hui por el cruce que, pasando por Taroda y Utrilla, conduce a Arcos de Jalón. Es el tipo de carretera que más me gusta. Su trazado y el estado de conservación de algunos tramos obliga a circular a 70/80 kilómetros, cuando no a menos, y puede una recrearse en el paisaje casi desértico por donde dice un amigo mío que cualquier día veremos aparecer un camello, de los de cuatro patas, me refiero.

El día era precioso, de otoño, límpido. Desde Arcos a Judes, la sierra del Solorio va acompañando al viajero con la modestia de sus sabinas, primero jalonando cultivos y, ya por Chaorna, enseñoreándose de todo. La única muestra de progreso de toda la zona es un túnel sobre el cual discurre la vía del AVE. Todas esas tierras fueron adquiridas muchos años atrás, por un prócer, antes de iniciarse las obras para ese tren, a precio de saldo, y poco después expropiadas a precio de información privilegiada.
Judes, lo he dicho muchas veces, es un pueblo muy interesante. Algún día mi amigo Santi tendrá que ocuparse en la investigación de él. Además entre los vecinos hay una armonía envidiable, gente amable y educada donde las haya. Vi y sopesé las arras de plata de los reinados de Carlos III y IV, visité la iglesia restaurada, los edificios que albergaron cárcel y hospital, sin ser villa, tal vez por discurrir por allí uno de los caminos hacia Aragón.
Allí me esperaba Pilar que había cocinado para mi agasajo (cuando debería ser al contrario, ella la agasajada por mí), una judías que hace como nadie, además de otras viandas, y para postre un arroz con leche (receta tal vez heredada de su marido asturiano), que había sido aromatizado con vainilla llegada desde Indonesia. Pilar me ilustró sobre costumbres y ritos judeños y me regaló una receta de cocido con panzote entre otros ingredientes. Del panzote ya diremos en el web.


El paseo por el barrio alto habría de depararme otra sorpresa que cada año que pasa resulta menos sorprendente. Unos madrileños (aunque uno de ellos nació en Tardelcuende casi por casualidad) han adquirido una casa en Judes y la están restaurando. Son el matrimonio formado por Pedro y Susana, y Richi, un hermano. El barrio de arriba es un espacio por donde no pueden circular vehículos, lo cual es ya una garantía de tranquilidad. Está en alto, y desde cualquier ventana puede verse el Moncayo, las tierras de Soria hasta la Ribera y ya, más cercano, la mezcla de las tierras de labor y sabinas. Un pequeño paraíso. En él también vive, una parte del año, Pilar.
Pedro y Susana han decidido huir de Madrid, al menos un tiempo al año, de momento. Cada mes, cada año, se percibe en este mundo rural un lento, pero imparable retorno de personas que desean huir de las grandes urbe donde, a decir del mismo amigo, millones de personas intentan engañarse los unos a los otros. Están restaurando la casa, de piedra y madera de sabina que nunca pierde el aroma, con sus propias manos. 

Como dije en el foro social de Fuentes de Magaña, el mundo rural es la solución. La población bien repartida puede defenderse mejor de las agresiones corruptas, de los acosos de especuladores que ven el caldo de cultivo en poblaciones millonarias.
Hay que volver al pueblo, a la naturaleza, rebajar el listón que nos han puesto con la zanahoria al final del palo, saber valorar lo esencial y no lo accesorio.
Desde luego con todo el respeto a quienes quedaron en los pueblos custodiando la tierra, los edificios, los ritos y las costumbres. Y sin pretender que nos lleven la luz y el agua al alto del Cayo, por ejemplo.

domingo, junio 30, 2013

"Busca debajo del olmo"




 

Heribert miraba desde el puente del vapor Infanta Isabel a un gentío impresionante que despedía a los viajeros agitando los pañuelos. Ninguno pertenecía a su familia. Él había hecho sólo el viaje desde su Banyeres natal aprovechando, dos días antes de la partida del vapor hacia Argentina, un transporte de uva. Corría el año 1917, Heribert tenía dieciocho años, y no quiso ni oír a su padre pidiéndole que se quedara, que las cosas iban a cambiar en el pueblo con la creación de una cooperativa y eso aliviaría la economía del pequeño pueblo. El muchacho quería ver mundo, probar suerte en Argentina donde, según había escuchado decir, si la gente trabajaba duro, sobre todo en el comercio, podía llegar a hacerse con un capital. Sí, además, se podían invertir unos cientos de duros en tierras de la Pampa, el éxito estaba asegurado.
Cuando el sonido hueco y nostálgico de la sirena del barco anunciaba que aquella mole, repleta de seres humanos acongojados y esperanzados a partes iguales, partía en busca de las ilusiones perdidas en el mundo rural, se escuchó L´Emigrant, y la gente de arriba y de abajo sacaba fuerzas para, medio ahogados por la tristeza, dejar salir de sus gargantas el “Dolça Catalunya, pàtria del meu cor, quan de tu s´allunya d´enyorança es mort”. Heribert ya no pudo articular la despedida, el “adéu, germans, adéu-siau, mon pare, no us veuré més”.
Pasados unos días, y cuando el Infanta Isabel hizo la primera parada en las Islas Canarias, Heribert conoció a una muchacha que viajaba desde un pueblecito de Soria. Se llamaba Genoveva y el muchacho dedujo, con esa perspicacia algo insolente de la juventud agudizada por sus propios sentimientos, que la chica llevaba con ella una pena grande. Él no pudo averiguarlo en todos los días que duró el viaje, pero, en efecto, Genoveva había sido prácticamente arrojada de su pueblo por su propia hermana cuando dio a luz una criatura, fruto de relaciones entre Genoveva y el marido de la hermana. La recién nacida, que llegaría a ser personaje de una novela, se había quedado al cuidado de unas monjas de clausura.
Parecía inevitable que los jóvenes se enamoraran uniendo las dos soledades, aunque el amor no durara mucho más que la travesía y, ya en Buenos Aires, cada cual dedicara sus esfuerzos a conseguir los objetivos, o al menos las esperanzas, que les habían llevado hasta allí. Y así fue. Cuando fueron dirigidos hacia una gran estancia donde se recibía a los inmigrantes para facilitarles algo, no mucho, las gestiones, se separaron con promesas de darse la dirección. Pero cada uno partió en un transporte distinto y cuando quisieron buscarse no se encontraron. Cada uno por su lado pensó “ya nos veremos”, sin darle más importancia, absortos en lo que veían, henchidos de esperanza.
Durante el viaje, en la zona de las calmas del gran Océano, se habían hecho una promesa descabellada, como sólo son capaces de hacer los jóvenes, aunque Genoveva debería estar ya escarmentada con el tema de los amores. Heribert le preguntó a Genoveva si a ella le gustaría alguna vez visitar su pueblo, en tierras de Tarragona, y ella le respondió que si había cultivos de trigo y ganado, sí, porque a Soria, probablemente, no podría volver nunca. Heribert pensó un momento “trigo, no hay mucho, pero tenemos muchas viñas y olivos”, “mejor”, respondió Genoveva. El muchacho arrancó una hoja de un a modo de cuaderno rudimentario que llevaba en la maleta de madera y con un lápiz le dibujó la provincia de Tarragona, exactamente igual que aparecía en el mapa de la escuela y con un círculo marcó Banyeres del Penedès. “En la plaza del pueblo hay un olmo que lleva ya muchos años plantado. Desde él se ve la iglesia. Si por algún motivo nos separamos al llegar a Buenos Aires, el primero que vaya a Banyeres hará un hueco junto a él y enterrará una cajita con el mensaje que quiera para el otro”. Genoveva pensó, más escéptica que Heribert, que como juego no estaba mal, pero guardó el mapa en su maleta.
La vida iba pasando. Heribert se casó con una gallega, ya de sabe que para los argentinos todos los españoles son gallegos, pero esta era de Vigo, tuvo cuatro hijos, compró unas tierras, crió vacas de carne, llegó a tener quince nietos y enviudó antes de los sesenta años, por ese orden. Genoveva trabajó de cocinera, montó su propio asador, se casó con un soriano (curiosamente de un pueblo a seis kilómetros del que se vio obligada a marcharse), no tuvo más hijos que aquella que se quedó al cuidado de las monjas y enviudó casi al mismo tiempo que Heribert. Algo se mantuvo, algo amarillento, durante todos los años: el mapa que le dibujara Heribert con la cruz en Banyeres del Penedès.
Cuando Genoveva se quedó sola y dueña de una pequeña fortuna, decidió hacer un viaje a España. Quería solucionar lo que había significado el drama de su vida, quería conocer a su hija, explicarle lo que le obligaron a hacer y, si era posible, recuperar con ella el tiempo perdido. Corrían los años cincuenta. El viaje, esta vez, fue en camarote de primera, en vagón de primera hasta Madrid y desde ahí, en taxi, a cuyo conductor hizo parar en la villa cercana a su pueblo.
Nadie reconoció, en la elegante señora que pedía habitación en la fonda, sola, cargada con dos enormes maletas, a la Genoveva que cuarenta años atrás partió de la estación del tren medio a escondidas, teniendo que soportar las miradas inquisitivas de todos los que, como ella, esperaban el tren que les llevaría a Zaragoza y Barcelona. Tuvo que luchar mientras investigaba para no ser investigada. Por cada pregunta que ella hacía recibía dos pero, mientras ella iba sabiendo lo que necesitaba de su boca no salía respuesta alguna que complaciera a aquellas gentes que, años atrás, se apartaba de ella como si fuera una apestada. Algunas caras le sonaban, pero ella no era reconocida por nadie. Su estancia en las lejanas tierras bonaerenses le habían sentado bien. La pena iba por dentro.
No habían pasado dos días cuando ya sabía donde vivía su hija, casada con un caminero mucho más joven que ella. Supo también que su hermana, la que hizo de madre siendo su tía, y su cuñado, o sea, el padre verdadero de su hija, la habían desheredado por una boda que no les complacía. Y supo, por primera vez en su vida, el nombre de su hija, Julia. Tuvo a la vez la satisfacción de escuchar en boca de los demás su propia historia, narrada con tal desparpajo como si fuera de los que la contaban.
No pudo esperar mucho. De pronto, el nerviosismo y la desazón se apoderaron de ella, como si los cuarenta años de calma encubierta, de sosiego falso, explotaran de pronto y la necesidad de abrazar a su hija fuera lo único importante de su vida. Se vistió de la forma más acorde con la vestimenta de la gente que veía, sin poder por ello disimular la elegancia que siempre la había distinguido, y se dirigió a la pobre casilla de camineros. Vio un niño y una niña de unos tres y cuatro años jugando alrededor de una pequeña huertecilla junto al edificio. Temblaba cuando empujó la puerta. Salió de dentro un olor a café recién hecho y a leña quemada. Era primavera, meses muy fríos en Soria.
Casi chocó con una mujer que salía llamando a los niños y que frenó en seco al ver a la señora, a quien reconoció inmediatamente gracias a una foto que había encontrado en un cajón de su madre-tía. Fue Genoveva quien la abrazó primero y Julia, por mor de la contención afectiva mantenida toda la vida, apenas respondió al abrazo, aunque la emoción le había procurado un nudo en el pecho que se desataría cuando, sentada en una silla, delante de la lumbre baja, diera rienda suelta a las lágrimas.
Hablaron horas y horas, solas, con el marido de Julia, cuando los niños, sorprendidos por la señora que decían era su abuela, lograron dormirse. Esa noche de fiesta para las dos, más importante que cualquier otra santificada, se empezó el jamón, se abrieron las ollas de adobo, se acabaron las rosquillas y el mostillo, y Genoveva durmió con su hija, sobre sábanas blancas de hilo (lo único que la madre-tía le había permitido sacar de la casa), mientras el marido se tumbaba, feliz de ver a Julia feliz, en el banco junto al fuego bajo.
Al día siguiente comieron todos en la fonda, compraron ropas y calzado para los mayores y caprichos para los niños, y se acercaron al notario para que fuera preparando el testamento en el que todo, a su muerte, pasaría a ser propiedad de la hija. Genoveva volvió, después de un mes, a Buenos Aires, para liquidar sus negocios de allí y volver definitivamente a España. Cuando llegó a Barcelona sacó del bolso un sobre que guardaba un papel amarillo donde había dibujado un mapa. Pidió en el hotel donde esperaría la salida del barco tres días después que le proporcionaran un taxi para hacer un viaje a la provincia de Tarragona.
Llegó a Banyeres del Penedès a primera hora de la mañana. En el bolso llevaba una pequeña caja y, dentro de ella, una larga carta en la que explicaba a Heribert cuarenta años de vida en Buenos Aires y unos años antes en su pueblo de Soria. Eran muchos folios de letra pequeña, picuda y apretada. Sobre ellos una flor seca que cogió el mismo día que bajó del vapor y encima de todo, un sobre con la que sería su dirección cuando todo estuviera liquidado en Argentina. Le pidió al taxista que hiciera un agujero junto al olmo. La plaza estaba desierta, el árbol era majestuoso, ya casi centenario. Enterró la cajita y volvió a Barcelona.
Genoveva tardó seis meses en volver para instalarse en la villa, la mejor casa del centro que su hija y yerno se habían encargado de comprar mientras ella liquidaba sus negocios. Una casa que debía estar muy a la vista de todos aquellos que la habían humillado años atrás. La casona, con escudos en la fachada, tenía una galería que daba al río y que se convirtió en el lugar favorito de Genoveva.
Habían pasado algunos años cuando, una tarde de verano, mientras descansaba mirando la brisa que movía las tiernas hojas de las acacias, Julia dijo que un señor quería verla. La madre le había hablado de él, le había contado la historia y la caja que le dejó debajo del olmo de Banyeres. “Me parece que es Heribert, madre”.
Era Heribert, que venía a visitarla y, si ella consentía, a pasar los últimos años de sus vidas a caballo entre el pueblo del Penedès y la casona de piedra que miraba al río.

Premio Banyeres del Penedès, 2005