domingo, septiembre 02, 2012

Miguel Hernández, o la dignidad de Josefina Manresa


Cuando a Miguel Hernández Gilabert le murieron en la enfermería de la cárcel de Alicante, tenía 31 años, una edad a la que ahora, los padres todavía siguen viendo a los hijos como cachorritos, y ellos, los hijos, se dejan querer, algunos sin haber dado todavía un palo al agua, o sin tiempo para haber acabado una mínima formación profesional.
A esa edad Miguel Hernández había tenido tiempo de cuidar el rebaño de cabras de su padre, mientras a ratos acudía al colegio, y el resto lo ocupaba en empaparse de los clásicos. Le había cundido la vida para posicionarse al lado de la derecha católica imperante en Orihuela (Alicante), ya tocando a Murcia, para convulsionarse en Madrid, tomar partido decidido por el pueblo, irse a las trincheras, recorrer las cárceles de España (se las recorrieron), padecer consejos de guerra, y morir, a los 31 años, en una prisión, comido por la tuberculosis.
En medio de todo ello, y en lo intelectual, dejó una obra que para ellos quisieran muchos divinos y muchos exquisitos minoritarios, en cuanto a volumen, no a los contenidos, métricas, estructuras…, los exquisitos y los divinos han pasado siempre de Miguel Hernández y su poesía para los de abajo. No le consideraron a la altura, Hernández no hacía introducciones ni intercalaba palabras en el idioma del poeta o filósofo del gusto del momento, inglés, francés, alemán. A Hernández, los poemas le salían con facilidad, porque cuando las cosas se tienen claras, el verbo fluye fácil. Y él llevaba dentro la poesía, una vez fuera sólo era cuestión de afinarla. No fue poeta a la fuerza, no quería torturar las palabras, ni la construcción, para hacerlas ininteligibles, él quería que le entendiera todo aquel que llegara a su obra, el pueblo, él escribía para el pueblo.
Después de él, dos poetas, Blas de Otero y Gabriel Celaya, hicieron lo propio, escribieron poesía para el pueblo:
Maldigo la poesía concebida como un lujo
actual por los neutrales
que, lavándose las manos, se desentienden y evaden.
Maldigo la poesía de quien no toma partido
hasta mancharse.
Escribió Gabriel Celaya.

Y Blas de Otero:
Quiero escribir de día.
De cara al hombre que no sabe
leer,
y ver que no escribo en balde.

En tan pocos años de vida tuvo tiempo para comprometerse en la guerra civil, pero en las trincheras, alguna bala llegó a rasgarle la chaqueta, que seguramente sería de pana, mientras otros poetas e intelectuales, y sus mujeres, confiscaban palacios donde organizaban fiestas y se disfrazaban.
Después, ya en las prisiones, como dicen sus biografías, y los recuerdos de Josefina, su mujer, nadie, salvo Vicente Aleixandre, se batió el cobre por él. Alguna gestión de Cossío, para quien había trabajado un tiempo en la Enciclopedia de los Toros, y poco más. A Lorca lo habían asesinado, no sabemos hasta dónde hubiera llegado, lo que sí sabemos es que las relaciones no fueron muy buenas, a pesar de los esfuerzos del de Orihuela por mantenerlas más intensas. No olvidemos que Lorca, mi querido Lorca, pertenecía a la burguesía granadina, aunque se involucró con la República, y era un exquisito más.
Tampoco los que quedaban de la Generación del 98 se implicaron, eran republicanos pero no querían pringarse a favor del obrero, y Hernández lo era. Recuerdo la carta escrita por Fernández Almagro y el comentario de Ortega y Gasset, siempre por encima del bien y del mal, sobre la muerte de Lorca, terrible, publicada en su día por La Razón, y comentada en este blog.
En lo personal, a Miguel Hernández también le cundió la vida, pero sólo en un sentido, Josefina Manresa y los dos hijos engendrados en tan corto tiempo de convivencia, una muerto a los diez meses y el otro antes de alcanzar los cincuenta. Al parecer la única alegría extrajosefina fue Maruja Mallo. Entendible en un hombre joven, recién llegado de su pueblo, con una novia que, siguiendo la usanza de la época, no le dejaba ni libar la flor de su mejilla. Su relación con Josefina Manresa fue corta y terrible. Ella tenía 25 años cuando enviudó, 21 cuando se casó con él, y de ellos, salvo algunos meses que tal vez todos juntos no llegarían al año, los pasó pensando en que su marido podría morir en cualquier momento, como así fue.
¿Por qué se esperó para editar la obra poética completa hasta el año 1976? Unos dicen que fueron motivos familiares, y soterradamente apuntan a la viuda, quien, como ella cuenta en sus recuerdos, sencilla pero discretamente, se vio expoliada en varias ocasiones al prestar documentos inéditos y fotos de su marido, que nunca le fueron devueltos y sí publicados sin, no ya su consentimiento, sino sin tan siquiera avisarle.
¿Se puede culpar a Josefina Manresa de algo? Baste leer, no ya sus recuerdos, de los que podría opinarse que son, como lo son naturalmente, subjetivos, sino cualquier manifestación de sus más cercanos, para saber que la vida de esta mujer ha sido un auténtico calvario, sin que nadie moviera nunca un dedo para aliviarlo. Vio morir a su padre a manos de unos milicianos, cuando ella tendría poco más de veinte años. A los veinticinco había muerto su primer hijo y su marido. Después todo fue hambre y trabajo, muchísimo trabajo, pues era la mayor de varios hermanos y no contaban con nada, absolutamente nada que no fuera el trabajo bestial de ella y los hermanos conforme iban creciendo. Y para colmo, cuando tal vez habría salido en parte de su mísera vida, en cuanto a lo material, el único hijo que le quedaba de Miguel Hernández murió de repente, a los 47 años. Tres años después, tras padecer un cáncer de mama, falleció ella. Se llegó a decir que Josefina era analfabeta. Puede ser que no fuera muy letrada, y a su marido no le diera tiempo de pulirla intelectualmente, si es que eso hubiera sido necesario, que lo dudo. Lo fundamental, pese a ello, lo hizo muy bien. De sufrimiento y dignidad, sabía mucho, y su vida fue un ejemplo de recato, modestia y discreción. No se puede pedir más.
De la obra de Miguel Hernández no se ocupó nadie en tantos años, porque no vendía lo suficiente, sobre todo su biografía. Se le ocurrió nacer en Orihuela en lugar de hacerlo en países exóticos o en ciudades capitales de movida intelectual de la época. De Hernández sólo era vendible su poesía, no su vida. Ese hombre con cara de patata recién arrancada, como le apodó cariñosamente –supongo- un poeta de la época, cuyo nombre no recuerdo, no perseguía jovencitos, no era dipsómano, no tenía amantes de relumbrón, ni tendencias suicidas, ni pasaba de su familia. Y eso no vende. Tampoco vende que su mujer se le muriera toda la vida, y toda su muerte, de casta y de sencilla.
Durante años en este país –ahora ni eso- vendían las vidas y la obra de exquisitos y minoritarios, y vendían porque los encargados de publicar, y los de autorizar las publicaciones, querían dar a conocer a un público sediento de algo, de cultura de la que fuera, unas vidas y unas obras que les sacaran de la sordidez de los años de posguerra y ligera apertura después, y ello no se hubiera conseguido mostrando a enfermos de tuberculosis que cantaban al pueblo, por encima de todo, y que habían luchado en las trincheras y no en las embajadas.
Todo lo anterior viene por la noticia aparecida el pasado mes de agosto, sobre el traslado del legado de Miguel Hernández a Jaén y Quesada (donde nació Josefina), de lo cual, como jiennense por tres costados, me alegro profundamente, y celebro también que sus Aceituneros pase a ser la letra del himno de Jaén. Hace años publiqué una entrada en este blog donde describía cómo recorrí los lugares jiennenses de Miguel y Josefina, uno de ellos, justo enfrente de donde viví varios años, la casa de mis abuelos, en la calle Llana, y donde se tomó la fotografía en la que el poeta enseña a su mujer a escribir a máquina. Otro Jabalcuz, lugar también de mi infancia, donde acudíamos en los calores del verano “a tomar el fresco” en familia.
A tenor de esta noticia, y curioseando por Internet, he leído que, al parecer, los problemas de la familia Hernández –Lucía Izquierdo, su nuera, y dos nietos- con los actuales depositarios del legado, podrían ser de tipo económico, aventurando alguna cifra.
Si esto fuera cierto, es para que a los depositarios, y de paso a mucha gente más, se les cayera la cara de pura vergüenza. ¿Es que setenta años después, los descendientes del grandísimo poeta Miguel Hernández han de estar todavía mendigando?
La familia está en su derecho de hacer lo que le de la real gana, puesto que nadie les ha apoyado, pero que no pidan que borren el expediente carcelario y la condena a pena de muerte primero, y treinta años después, que quede para la posteridad y que todas las generaciones sepan qué fue y qué supuso la guerra civil, la injusticia y la crueldad con la que los franquistas trataron a este hombre de una pieza. Y todavía, a día de hoy, la familia del poeta ha de caminar con el legado a cuestas porque en este país se maltrata a los intelectuales y todavía queda mucho cainismo.