sábado, diciembre 31, 2011

Bautizo en la aldea de El Otiñar




A todos los otiñeros.
Recordando  a mi bisabuela Juliana,
cosera o cosaria de El Otiñar

Madre Juliana, como la llamaban todos sus nietos, volvía de la capital montada a silletas sobre su burra. La maestra de la aldea necesitaba alcohol y lapiceros, sus nietos le habían encargado alguna pobre golosina, Dolores un carrete de hilo blanco, todas las casas tenían alguna pequeña necesidad, de esas que no podían cubrirse con las producciones de la aldea. Eran tiempos duros, tiempos de maldita guerra, y nadie se atrevía a entrar en la ciudad. Nadie, excepto Juliana. ¿Quién iba a molestar a una mujer de más de sesenta años, alta y aguerrida, enjuta y venerable, vestida de negro y subida a una borriquilla?

Se detuvo a comer en casa de sus hijos, Juan Antonio y Rafaela. Metió la borriquilla en el patio y sus cuatro nietos la rodearon. Cogió de los brazos de Juan a la pequeña Esperanza y la subió al animal. La niña, rubia y sana, se agarró a las orejas y reía con sus dientes pequeños arrugando la nariz pecosa. Les pidió a Conchita y Carmina que subieran a su nuera las pobres viandas que traía en el serón: unos calcetines para su hijo, hijos secos y frescos y una cestilla de albérchigos. Sus nietos le avisaron de que otros hijos suyos habían llegado a comer. ¡Pobre Rafaela! pensó. Seguro que habría preparado un buen cocido con sopa de pan aliñada con ajo, azafrán y vinagre, y una fuente de tomates bien picados para acompañar los garbanzos.

Su pensamiento, durante el retorno, no lo ocupaba la maldita guerra, ni miedo alguno, lo invadía una carita preciosa, pequeña, con unos grandes ojos azules, era la cara de su última nieta, Carmen, Carmina, la hija de su Jacinto. Esa criatura contaba ya con cuatro meses y aún no había sido bautizada. Tal y como discurrían las cosas de esa guerra infame, si la niña moría…

Había pasado el Puente de la Sierra hacía un buen rato y no se había dado cuenta. La tarde del mes de junio era agradable. Paró su burra y bajó a colocar bien el serón, hecho de pita por su hijo Juan Antonio, que le estaba rozando el tobillo. Vaya, pensó, me ha roto la media. Decidió caminar un rato para no cansar al animal.
Nunca podría acostumbrarse a naturaleza tan salvaje, a riscos semejantes, al sonido del agua del Quiebrajano rompiéndose al pie de la cimbra en millones de gotas por atajos y quebraduras, a la visión del castillo sobre un picacho aristado. Cuando chica, su madre le había contado historias de luchas entre moros y cristianos por la posesión de esas tierras, de bandoleros escondidos en el Covarrón, de un rey discurriendo esas tierras y pacificando la zona.

Juliana había nacido en la aldea de Santa Cristina a los treinta años de su fundación. Fue a la escuela tres años, y allí le enseñaron que la aldea –más conocida por Otiñar u Otiña- se llamaba de Santa Cristina en honor a la reina del mismo nombre, Cristina de Borbón, nombre que también llevaba la iglesia.

Ella, a la vista la aldea, y envuelta en un profundo olor a albérchigos e higos, seguía pensando en su nieta Carmina, sin bautizar, y esta maldita guerra, a saber cuando se acabaría. Todos los vecinos rodearon la borriquilla y los nietos saltaban alrededor de ella demandando a madre Juliana las pobres golosinas, un cartucho de cacahuetes tostados, que fue repartiendo entre todos los nietos y sobrinos.

Juliana había tomado una decisión. Llevó la borriquilla a la cuadra y se dirigió a casa de su hija Espiritusanto. Le dijo que avisara a la familia, porque al día siguiente iban a bautizar a la niña de Jacinto.
-       ¡Pero madre, espere a ver si esto pasa…!
-        No, hija, he ayudado a traer al mundo a la mitad de los que ahora habitan la aldea, y nadie me ha tenido que decir cómo hacerlo, ahora he tomado esta decisión y nadie me la afeará.
-       Pero madre si se enteran…, usted ya sabe.
-       Aquí no vive nadie que vaya con el cuento. Cada uno pensamos lo que queremos, pero todos somos como una gran familia, y todos verán bien esto. El que quiera venir, que venga, el que no, que se quede en casa.

Madre Juliana fue a la panadería de María, puso cuatro perras gordas sobre el saco de harina y le pidió unos ochíos.
-       Pero tía Juliana, si no me ha encargado nada, sólo me quedan cinco o seis y están muy duros.
-       Da igual, contestó, son para mojar en chocolate, ya se ablandarán. Vamos a bautizar a Carmina, la chica de mi Jacinto.
-       Pero…
-       Que sí, María, que voy a bautizar a mi nieta, no quiero que la criatura, si le pasa algo, que Dios no lo quiera, se nos vaya sin haberle echado el agua bendita.
-       Como usted diga. Pero nada de ochíos que están duros. Guárdese el dinero y yo le hará mañana tortas de leche para que desayunen como Dios manda.
-       No te podré pagar eso…
-       No quiero que me pague. Yo estoy en deuda con usted. Me ayudó a parir y no me cobró, ahora me toca a mí.

Madre Juliana, con los ojos llenos de lágrimas, se acercó a la tienda de Juan el Cojo y le pidió tres tabletas de chocolate. Petra le colocó en el mostrador el pedido y le preguntó quién se casaba. Cuando supo el destino, le pidió, ella también, que se guardara el dinero.

-       Pero Petra, hija, que a nadie nos sobra el dinero.
-       Todavía le debo el parto de mi Gaspar. Estaremos en la iglesia. Y tenga, llévese esta leche que su cabra no dará para todo el chocolate.

Esa noche, madre Juliana se acostó muy tarde preparando el chocolate, recubriendo bandejas con limpísimos trapos blancos bordados primorosamente y colocando en ella higos secos con trozos de nuez dentro y orejones de albérchigos. Limpió las pequeñas copas de cristal para el anís y el coñac. Garrapiñó unas pocas almendras para regalar a los niños…

A las pocas horas estaba en pie. Fue a buscar la llave de la iglesia de Santa Cristina, despertó a su hija Espiri y a su nuera Juana, y las tres barrieron y fregaron el suelo del templo.
Los chaveas, nerviosos, iban apareciendo a medida que la mañana les lanzaba de la cama. Madre Juliana les envió a por un cantarillo de agua y flores silvestres. Aparecieron al poco rato con brazadas de espliego, tomillo, margaritas, jazmines…, les pidió que las colocaran sobre el altar y a los pies de la virgen de las Mercedes.

Cuando todo estuvo a punto, las tres mujeres cerraron la puerta de la iglesia y fueron a lavarse y peinarse. Madre Juliana fue a casa de Jacinto y se quedó mirando cómo su nuera vestía a la pequeña con un faldón de cristianar sacado del baúl donde fue depositado tras bautizar al último nieto.

Todos los habitantes de la pequeña aldea esperaban la llegada de Juliana con la llave para entrar al templo. La primera en entrar fue la campanera, quien lanzó al aire los badajos. Mientras, madre Juliana entró a la sacristía y sacó de un cajón la estola del sacerdote, que se colocó sobre la blusa. Sobre la pila bautismal agacharon la cabecita de la niña Carmina, y mientras su abuela, madre Juliana, echaba agua sobre ella diciendo: “Yo te bautizo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espiritusanto”, se escuchaba la voz limpia y cantarina de su hija Espiri cantando el Ave María, acompañada por el sonido solemne del órgano que tocaba Jacinto, el hijo pequeño de madre Juliana y padre de la neófita.



viernes, diciembre 23, 2011

El muchachillo de Conquezuela



En Miño de Medinaceli hubo una tienda de coloniales, al lado de la vía del tren, donde se vendía de todo y a donde acudían los hombres y mujeres de la comarca a comprar lo necesario para ir viviendo. El propietario era el señor Arturo y su esposa, una guapa mujer que le ayudaba a vender y a escanciar un vino que muy bien hubiera servido para consagrar.

Entre los clientes de la tienda había un muchachillo de Conquezuela que iba de vez en cuando a comprar con sus padres. Desde que el chico, Zacarías, tuvo uso de razón, entraba en la tienda, subía las escaleras del fondo y se extasiaba delante de unos zapatos marrones, con adornos blancos y cordones. El señor Arturo siempre le decía lo mismo: “¿Te gustan?”. “Sí, pero son grandes”. “Los hay más pequeños”. “Ya”. Con el tiempo Zacarías finalizaba la conversación diciendo: “Pero mis padres no pueden comprármelos”. Bien lo sabía el señor Arturo por la libreta donde apuntaba las deudas de sus parroquianos.

Pasaron los años y Zacarías tendría doce, cuando los padres fueron a saldar cuentas con el señor Arturo. Habían arrendado las pocas tierras, habían vendido los animales y se marchaban a Madrid a buscarse la vida. Arturo no contaba con cobrar semejante cantidad de dinero, así de golpe, y se quedó mirando los billetes y al chico, quien, como siempre, había subido las escaleras y miraba los zapatos. Subió, calculó la talla y le dio una caja diciéndole: “Toma Zacarías, para ti, y que tengas suerte en Madrid”. El muchacho la abrió y, todavía incrédulo, dio las gracias y bajó corriendo a enseñarles a sus padres el preciadísimo regalo. El matrimonio dio las gracias, estrecharon la mano del dueño de la tienda y se marcharon deprisa casi sin poder contener las lágrimas.

Zacarías tardó algunos años en volver a Miño de Medinaceli. Cuando lo hizo entró a la tienda. El tren ya no pasaba por allí, la esposa del señor Arturo había muerto sólo meses atrás y él, triste y envejecido, charlaba con dos clientes que tomaban unos chatos de vino.
Se quedaron mirando al hombre que acababa de traspasar el umbral como queriendo reconocerle. El visitante se acercó al señor Arturo y le dio un fuerte abrazo. “¡Hombre, Zacarías, el chico del Melitón!”. “Vengo a pagarle el mejor regalo que nadie me ha hecho en la vida, aquél par de zapatos”. “Pero fue un regalo, hombre, y los regalos no se pagan”. “Este sí, porque lo que usted me regaló no fue un simple par de zapatos, sino una ilusión que duraba años. Ahora yo puedo y aquí tiene”. Sacó del bolsillo de la chaqueta un paquete pequeño, dentro había un libro que se titulaba “La tienda del señor Arturo”, donde el buen comerciante era su principal protagonista y Zacarías el autor.

domingo, diciembre 18, 2011

Adela y el día de la mujer trabajadora



Allí estaban las mujeres reivindicando sus derechos en el día de la Mujer Trabajadora. Y mira que hacía frío, pero ellas inasequibles al desaliento, como debe ser. Adela, con sus ochenta años a cuestas, las miraba desde una esquina de la plaza de Herradores y a punto estuvo de unirse, pero no se atrevió, así que buscó un sitio en un banco, del que tuvo que echar casi a garrotazos a un grandullón de catorce años, más o menos.
Adela las miraba embelesada y, como era malhablada hasta pensando, soltaba unos redioses internos que temblaba el banco. ¡Si en mi época hubiera existido esto de las manifestaciones cuántas penalidades nos hubiéramos ahorrado, rediós! Viuda desde los treinta y cinco años, cinco hijos, treinta ovejas, dos cabras, tres cochinos, dos mulos, el huerto, y gracias a que las pocas tierras las tenía arrendadas ¡Me cachi en la bilórdiga! Y pasado el tiempo la madre se trasladó a su casa para ser cuidada, después el suegro. ¡Dieciocho horas al día de trabajo! Contadas ¿eh? Contadas. Día a día, hasta que los chicos fueron creciendo, pero claro, había que dejarles ir a la escuela, a la chica mayor se le ocurrió ser enfermera y se vino a la capital, luego a la pequeña le gustó ser maestra y a solicitar becas, y a Soria también.
Y Adela del huerto al prado, de la dehesa a las cuadras, de la matanza a echar en olla, ordeñar, llevar las cántaras de leche al cruce, cocinar, fregar, coser, preparar la comida de los peones, en fin, y hasta poner los cirios para que el santo se apiadara de las cosechas.
¡Jobar! Míralas qué majas, con sus pancartas y todo, qué valientes. A algunas de estas pobres el marido les habrá puesto la mano encima. Ella no tuvo que sufrir eso. Se miraba las manos, todavía gastadas, la piel frágil y casi transparente. Claro, de restregar ropa en el lavadero. ¡Menuda pulmonía pilló una vez! Desde entonces lavó siempre en una pila que le colocaron sus hijos en el patinejo. Y siendo ya mayor, más de sesenta años tenía, le quitó a su cuñado (el muy cabrito), unas hectáreas que le llevaba en renta y de las que no vio un duro en diez años. Y ella, con más agallas que nadie, se subió al tractor y las cosechó, y al año siguiente también, y al otro…
A los sesenta y cinco años los tres hijos varones le dijeron que debía retirarse, cobrar la jubilación y cederles a ellos las tierras. ¿Y cuánto cobraré? preguntó Adela. Cuando le dijeron la cantidad casi lloró de pena. Bueno, les dijo, me pasáis algo de renta de las tierras. Y los hijos torcieron la boca y las nueras iban a abrirlas, pero las cerraron a tiempo. Ellas conducían, pero no tractores. Lavaban, pero no a mano. Fregaban en lavavajillas. No tenían animales, ni huerto, ni padres que cuidar, pues les habían metido en una residencia de ancianos, e hijos ¡ah! hijos, uno por pareja.
Se informó bien y les propuso una comunidad de bienes en la que ella conservara una parte igual a la de los hijos. Y torcieron también la boca. Pues nada, les dijo, la hacienda mía hasta que la diñe.
Bueno, pensó mientras las manifestantes se retiraban, no me salió mal la vida para haberlo hecho todo sola. Pero si tuviera unos años menos…, ahí estaba con ellas, vaya que sí.

viernes, diciembre 09, 2011

La cachuela



Esteban miraba el ir y venir de la abuela y las tías por la cocina, grande y caliente, donde se había sacrificado al chancho. La abuela, en una de las mesas, había colocado cinco latas con asa que le preparaba el lañador cada año, cuando eran los días de pararse en el pueblo a reparar ollas, paraguas y cambiar cosas inservibles por platos transparentes.
Su abuela mediaba las latas con la cachuela, un caldo o sopa que preparaba con sangre del cerdo, manteca, canela y especias. Después, envolvió en cuatro papeles de estraza una morcilla recién cocida, robusta y pujante, que despedía olor a especias, a pimienta recién molida, a anisillos. Dos trozos de tocino blanco, del entralma del cerdo, con su veta central y las tetillas inhiestas. Y un hermoso trozo de hígado, todavía sangrante, terso, pidiendo a gritos que lo colocaran sobre las ascuas. Colocó cada paquete sobre las latas.
Ese año, Esteban, con ocho años, era el encargado de repartir los presentes.
Uno era para el señor cura, el otro para el señor doctor, el tercero debía llevarlo a la señora Victorina y el cuarto a doña Encarna, la maestra. Esteban comenzó la primera visita con los ojos puestos en la pobrera, donde Manuel, un indigente que había conocido aquella misma mañana, debería estar comiéndose el último trozo de pan que el vecino encargado ese mes de los pobres transeúntes le había llevado, junto con las sopas de ajo y un torrezno.
Cuando se dirigía a casa del médico miró el presente y pensó en llevárselo a Manuel y decirle a la abuela que se le había caído, pero finalmente lo entregó a su destinatario, recordando sus cuidados recientes, y de qué forma tan cariñosa le había curado una anginas que le ahogaban, regalándole los medicamentos y acudiendo cada día a tomarle la temperatura, hasta un helado, que a saber de dónde habría salido, le llevó en la última visita. Con el de la señora Victorina no dudó, ella era también pobre, vivía sola y lo necesitaría. Su marido había muerto en el bosque, cuando un árbol se venció por el lado contrario al que él suponía, y le cogió debajo. Cuando le llegó el turno a la maestra se dirigió a las pobreras, pero se dio la media vuelta pensando en el mal genio que tenía la mujer y se lo dejó en la puerta después de tocar el timbre, con un disgusto que le hacía saltar las lágrimas. De ella recordaba los coscorrones, no se lo merece, pensaba gimoteando, es mala, y la abuela aún le regala cosas.
Cuando entró a la cocina lloraba sin poderse contener. La abuela le miró fijamente y le preguntó el motivo del disgusto, lo que hizo que Esteban llorara con más fuerza. Cuando logró hablar le explicó el motivo de sus cuitas y le dijo que prefería no cenar y poder llevarle algo al pobre. ¡Tener que dejarle el presente a la maestra, con la de coscorrones que le daba!
La abuela le abrazó, le dijo que los coscorrones se los daba por su bien, pero que era buena, y preparó un presente tan grande como media hogaza de pan rellena de todo lo que se le iba llegando a las manos. Esteban, con una sonrisa de oreja a oreja, entró en la pobrera y le extendió el pan a Manuel. Lo comieron juntos, hablando sin parar delante de la lumbre. Curiosamente, el pobre también le dijo que hiciera caso a la maestra para hacerse un hombre de pro, algo que Esteban tardaría años en comprender.
Meses después, llegaba a casa de la abuela un paquete a nombre de Esteban. Era un libro firmado por un tal Manuel, falso pobre, cierto aventurero, dedicado al niño y a la comida en común delante de la lumbre de la pobrera.