jueves, abril 26, 2007

Goreé, La isla de los esclavos (Senegal)

Patio de Gorée

Mi amigo, el pintor Jaime del Huerto, andariego como yo, me cuenta detalladamente sus viajes, de tal manera que me hago la ilusión de haber estado allí yo también. Ante la dificultad de poder hacerlo, resulta un agradable sucedáneo. Jaime cuenta muy bien.
Su última visita fue a Senegal. Desde allí me telefoneó tres veces, de tan emocionado como estaba, sobre todo cuando recaló en Gorée, La Isla de los Esclavos.
Los europeos primero, y sus alumnos respondones norteamericanos después, se han creído siempre el ombligo y los amos del mundo. Desde el llamado por algunos descubrimiento del nuevo mundo, por parte de los europeos, la mano de obra se hizo imprescindible, y les pareció muy bien buscarla en el África Negra. Así, de golpe, destrozaban dos continentes. La buscaron pactando acuerdos, monetarios, con algunas tribus para que secuestraran, a lazo como los animales, a negros más o menos fornidos, a sus propios compañeros de raza y penurias. Debe ser la condición humana.
El negocio, durante siglos, fue de los más lucrativos, como ahora el de la especulación urbanística. Los traficantes sentaron sus reales, las plazas fuertes, a lo largo de la costa africana, antes de embarcarlos para América. Los franceses, en 1683, dieron forma legal a este comercio, y fundaron la “Compañía de Senegal”, a fin de organizar el tráfico de esclavos.
Por la isla de Gorée pasaron portugueses, holandeses, ingleses y franceses. Todos querían hacerse con el control de tan suculento negocio, hasta que, en el XVIII, lo consiguió Francia. Nunca podrá Europa pagar el daño, moral y físico, infligido al continente africano. Tampoco deben tener sus dirigentes muchas ganas de hacerlo. Ellos no han sido, fueron sus antepasados, aunque algunos descendientes se sienten ahora en los tronos de sus países, como el rey de los belgas.
Algo han hecho para enjuagar sus conciencias. Por ejemplo, el rally París-Dakar. Por ejemplo, declarar la Isla de los Esclavos, en 1978, Patrimonio de la Humanidad. Y por fin, también, abrir las puertas del antiguo almacén de esclavos haciendo de ese horror terrible un museo.
En la actualidad, me contaba Jaime, la Isla de los Esclavos, o Gorée, es una pequeña ínsula a pocos kilómetros de Dakar, por donde no circulan coches, sus calles son de tierra, las puertas de las casas permanecen abiertas y delante de ellas, los artesanos ofrecen las piezas salidas de sus manos, ahora ya confiadas. Se habla francés (como en todo Senegal), se practica en general la religión musulmana, gozan de un suave clima oceánico, se come mucho pescado con arroz, y las mujeres, bellísimas como los hombres, visten trajes coloristas, preciosos, unos colores vivísimos, como si quisieran exorcizar el pasado terrible de sus bisabuelos.
Personas con conciencia, gentes que conocen ese pasado, apoyan con su presencia, o quieren compartir aquel dolor lejano con ellos, ser uno de ellos, maldecir con ellos a los blancos europeos que diezmaron el hermoso continente. Una de esas personas es Bob Dylan.
En Gorée todos saben cuánto lloró mientras cantaba, el de Minnesota, al conocer la muerte de su amiga, la princesa Diana de Gales. La solidaridad hace extraños compañeros de viaje. Salvo eso, que es muchísimo, nada más unía a dos seres tan distintos como Bob y Diana. Serían encuentros en actos solidarios, donde ambos se rascaban el bolsillo y el prestigio por los niños de Teresa de Calcuta, o por las minas personales, lo que trabó una profunda amistad entre los dos.
Cuando Dylan supo de la muerte de su amiga, se fue a la Isla de los Esclavos, a llorar, y no me extraña, no creo que exista en el mundo mejor sitio para llorar que ese. Se sabe en Gorée que, mientras enterraban a Diana, Bob Dylan, en la casa de la foto, tocaba su guitarra y su armónica, y cantaba buscando la respuesta en el viento. Pidiendo que le dijera que eso no es cierto, tell me that is isn’t true. Dime, debo saber, dime antes de que me vaya… Mientras, miraba el océano, donde irían a confundirse sus lágrimas y sus suspiros, como queriendo que con ellos el alma de su amiga comprendiera que, allí donde estuviera, él la acompañaba. Prometiéndole que la solidaridad a medias sería, desde ese momento, solidaridad en su memoria, en solitario, pero en su memoria.
Gorée Dylan

Los ciudadanos de segunda

A trozos he ido viendo un reportaje que la televisión pública de la señora Aguirre encargó a una productora independiente de El Mundo. Se trata de mostrar a los madrileños de qué forma y manera, en Catalunya, se trata a los castellanoparlantes.
En el fondo está la necesidad de que se mire con muy malos ojos a los catalanes, que para algunos políticos de derechas son la reencarnación misma del Diablo. Alguien me dijo una vez que todo lo malo que pasa en España es culpa de los periodistas que buscan carnaza para sus noticias y quieren enfrentar a unos con otros. Puede ser, aunque no creo que sea así de simple. Creo que los intereses de los políticos están haciendo lo suyo, también. Y no digamos la ignorancia.
Cuando veo este tipo de trabajo de investigación me apetece mucho insultar, pero en las Teresianas me dijeron que eso no está bien, y se me grabó a fuego, a pesar del tiempo transcurrido.
Pero no puedo evitar tildar a los que han llevado a cabo el reportaje y a los que se lo han encargado, de zafios, inelegantes, pocaclase y malauva. Porque es, sencillamente, mentira lo que cuentan, o lo que es igual, sacado de contexto. No existe nada peor en periodismo que la tendenciosidad y las mentiras a medias.
Como ejemplo de esa marginación a los castellanoparlantes, los periodistas –o lo que sean- colocan a Albert Boadella y a un señor que se empeña en que su hijo sea educado solo en castellano, viviendo, como vive, en Catalunya, y teniendo, como tiene, lengua propia ese país. Ambos tendrían problemas en cualquier lugar del mundo donde se dejaran caer, porque los provocan, quieren tenerlos, y tanto se empeñan, que hasta Job se saldría de sus casillas.
Soy castellanoparlante por culpa de la buena educación de los catalanes. Hasta pidiéndoles que me hablen en catalán, no lo hacen. Nunca, jamás, me he dirigido a un catalán en mi lengua y me ha contestado en la suya. Y no me refiero a los comercios, los vecinos, los compañeros. Que prueben esos veladores de la pureza de sangre y de lengua, a telefonear a un organismo público. Les hablarán en catalán, hasta que ellos lo hagan en castellano, a partir de ese momento, la conversación seguirá en castellano.
La hospitalidad catalana es auténtica, no proverbial como otras. La educación, también. Es, y ha sido, tierra de emigrantes y todos son muy bien acogidos. Los catalanes se dedican a trabajar de verdad, no a hacer ver que trabajan. Pagan hasta la hierba que pisan, incluidas las carísimas autopistas, podrán permitirse el lujo de hacer todo lo posible para que su lengua se mantenga en buenas condiciones, hablarla, escribirla, e intentar, desde el respeto más escrupuloso, que lo hagan los demás.
Hablar de oídas refleja la ignorancia, y la ignorancia tiene las patas muy cortas y la lengua muy larga. La ignorancia se cura leyendo, la Historia de un pueblo se conoce interesándose por ella.
¡Hasta Josep Piqué se rebotó con el reportaje! Vivir para ver.

Educación para la ciudadanía es lo que hace falta

En el entorno de los núcleos de población no cabe más suciedad. En cuanto llega la primavera y la gente sale a pasear se encuentra, junto a las flores más hermosas, los tallos más verdes y tiernos y los insectos de bellísimos colores, un cúmulo de mierda (vamos a llamarlo como es), que hace que se dude seriamente del estado mental de muchos ciudadanos.
El uso y abuso de los vehículos por un lado, las nuevas construcciones por otro, los remiendos permanentes a las ya edificadas, el arreglo de carreteras, puentes, cañadas, veredas y viaductos y, sobre todo, por encima de todo, la malísima educación de algunas personas, convierten los alrededores de los núcleos habitados en repugnantes vertederos.
Y aquí no hay nada que decir de los ayuntamientos, ni de otras administraciones. No existe servicio de limpieza que pueda competir con la gente a la que sólo cabe darle un calificativo, el de sucia.
Desde los vehículos hemos visto durante toda la vida arrojar cualquier cosa a la carretera: pañales sucios, cigarros encendidos, botes de refrescos, lo que sea. Hasta el punto de que recientemente aparecen unos carteles rogando y agradeciendo que no se tire la basura por las ventanillas. Una vergüenza este ruego que debería hacer enrojecer a todo aquel que practique ese deporte. Toda esta basura hace de las cunetas vertederos continuos por entre los cuales la naturaleza intenta abrirse paso y las personas también.
Los entornos de las nuevas edificaciones y los de los remiendos permanentes de las antiguas, aparecen con paquetes vacíos de cigarrillos, latas de refrescos, botellas de plástico que tardarán en desaparecer años y años, restos de cemento, pegotes de alquitrán seco, maderas viejas, trapos asquerosos. Una sinfonía de desidia. Otro tanto puede decirse de las carreteras y caminos que se arreglan o desarreglan, según se interprete.
Esta mañana he llegado a ver, al pie mismo de un contenedor, una bolsa de basura destripada. Lo he abierto, por si estuviera a rebosar, pero no, estaba casi vacío. Cerca de la playa, entre una hermosa naturaleza distinta a la de montaña, y más interesante si cabe, entre los matorrales, algunos ciudadanos (por llamarles de alguna forma) forman pequeños basureros. Unos tiran una bolsa de basura, y otros siguen el ejemplo.
No hace falta interrogarse sobre cómo nos verán los extranjeros (pregunta frecuente), valdría más pararse un momento, antes de tirar el paquete de cigarrillos vacío al suelo en lugar de en la papelera de cinco metros, antes de escupir al suelo el medio kilo de pipas, antes de lanzar por la ventanilla del coche la basura, o después de haber construido un maravilloso conjunto de chaletes acosados, y pensar cómo nos vemos nosotros, cómo somos realmente, capaces de guarrear la propiedad común y rompernos las manos limpiando la propia.
Mucha educación para la ciudadanía es lo que hace falta, en contra de lo que digan los obispos.

domingo, abril 22, 2007

El Sacromonte (Granada)

Leonor miraba absorta, con los ojos brillantes, el pequeño escenario de la cueva del Sacromonte. Percibíamos que era auténtico lo que veíamos y escuchábamos, aunque no fuera espontáneo, sino contratado como espectáculo. Pero cuando los gitanos del Sacromonte salen al tablao para representar una zambra, sienten la zambra, se sabe y se nota. Son los ritos de la boda gitana, el tango gitano, la Zambra del Sacromonte, donde la fiebre va subiendo grados en el cuerpo del gitano o la gitana, transmitiendo a los espectadores una sensación puramente física que sólo desaparecerá a la vista de la Alhambra iluminada, con solo poner un pie fuera de las cuevas.

Será porque, al contrario que en los grandes auditorios, ningún sonido, ninguna sensación, se diluye. Todo permanece en el recinto, mezclándose el sentimiento del que interpreta con las sensaciones de los que ven y escuchan. Será porque aquello que es de verdad vence cualquier resistencia y acaba formando una gran corriente en busca de otras que se le unan, como los ríos. Quizá eso es lo que han hecho siempre los desheredados de esta tierra, no solo de la granadina, quitarse de encima las penas, juntarlas, y quedarse desnudos, sólo con ellos mismos, con lo fundamental, llegando a convertirse en lo mejor que el cielo alberga.
Cuando descendíamos por el Paseo de los Tristes le conté lo de los Plomos del Sacromonte. ¿Por qué se desmontó una historia tan hermosa y se llevaron los plomos a Roma? Dicen que esas docenas de pequeñas piezas de plomo, políglotas (un a modo de piedras de Roseta, pero en espiritual) sería obra de moriscos después del levantamiento de las Alpujarras, y sólo pretendían ¡sólo! conciliar el Cristianismo con el Islam. Estas cosas sólo son posibles en Granada.
Acordamos pasar nuestra corta estancia en el Albayzín, Sacromonte y la Alhambra, y dejar para otro viaje la ruta de mi admirado García Lorca. Y no nos arrepentimos. El recuerdo de la Granada de los veranos de mi infancia no se había agrandado, como acostumbra a pasar con los recuerdos. Será porque desde entonces he leído sobre ella todo lo que ha caído en mis manos, será por Lorca, será por aquella foto que Ian Gibson hace aparecer en una de sus obras de investigación, donde se ven a los trabajadores del Albayzín, con los brazos en alto y los monos azules, esperando ser recibidos por los camisas del mismo color, junto a un puente sobre el Darro. Será también porque desde que vi esa foto, he imaginado a la fuente del Avellano lanzando sangre, en lugar de agua, sobre el río. El caso fue que Granada me pareció mucho más hermosa que los recuerdos conservados durante años y años. Y eso que los jazmines aún no habían florecido.
En el Albayzín no se nota la angustia y la tragedia, el cansancio umbroso y soleado que describiera Lorca. Tampoco el turismo ha hecho demasiados estragos. Será porque el turista se acerca al Albayzín con el respeto propio del que acude a un templo, para ver a la gente tomar el sol en las puertas, a las mujeres hacer moñas de jazmines, o a escuchar los sonidos de las cacerolas, como en cualquier barrio del mundo. Será porque en ese barrio se encalan las casas y siempre aparecen blancas, por estrechas que sean las callejuelas, por dificultad que el sol encuentre para iluminarlas. Será por las flores, pero nosotras no notamos ni angustia ni tragedia. ¿Acaso el poeta, con su sensibilidad, escuchó todavía lamentos de los musulmanes cuando fueron obligados a convertirse en moriscos por los Reyes Católicos?
La megalomanía del nieto, Carlos V, hizo que se construyera en el recinto de la Alhambra el único elemento disonante de la fascinante ciudad, el palacio que lleva su nombre, una mole construida, como después harían los fascistas, para impresionar. Un edificio que parece querer aniquilar la delicadeza, la sensibilidad, el encaje de bolillos, que son los palacios nazaríes.
Sólo eché de menos a una señora que, hace más de cuarenta años, sentada en una silla con la canasta plana sobre sus rodillas, tapada con un delicado trapo blanco, vendía ochíos recién hechos.
Cuando mi hijo mayor, Israel, tenía dos años, le enseñé a decir “Dale limosna mujer, que no hay en el mundo nada, como la pena de ser ciego en Granada”. Nada más cierto.

Primero fue el Otiñar (Jaén)

Comimos en un merendero del Puente de la Sierra. Revuelto cortijero y choto frito. El choto, o cabrito, es el plato de Jaén, el más demandado. Del revuelto cortijero no sabía nada. En el Puente de la Sierra lo hacen con hortalizas de su huerto, cortadas finamente, enharinadas y crujientes, acompañas de gambas, sin huevo. Exquisito.
Nuestro destino era El Otiñar, u Otiña, como se le conoce en Jaén. A la derecha de la antigua carretera de Granada, que ahora se dirige al embalse del Quiebrajano, tomamos el camino señalizado. A los pocos metros, unas enormes piedras impedían el paso del coche de Leonor, un Saxo que apenas consume combustible, y que nos condujo a Andalucía en viaje sentimental. Era la primera vez en mi vida que iba a la aldea y las piedras no iban a impedirlo. Así que seguimos a pie, cuesta arriba, flanqueadas por altos riscos, escuchando sólo el canto de los pájaros, tan alegre, que nos hacía parar con frecuencia. Si detenían unos instantes sus trinos llegaba, lejano, el sonido del agua en cascada. Es el Quiebrajano, bien alimentado por numerosas fuentes.
Cuando veíamos las ruinas de las primeras casas, el segundo impedimento apareció en forma de puerta de valla, por fortuna encajada solo por una argolla. El tercero fue el más complicado, pues era necesario saltar una tapia, con la ayuda de grandes piedras, y para mí de mi hija. Cuando nos situamos en la pequeña plaza, rodeada de chopos sin hojas, de vegetación seca asomando por las ruinas de las casas, Leonor giró la vista y dijo: “Así que aquí está el comienzo de todo”. Todo era nuestra familia, o una rama de ella.
Acostumbrada como estoy a ver pueblos abandonados en la provincia de Soria, nada de aquello me era ajeno. Tuve la misma sensación y me hice la misma pregunta ¿cómo un sitio rodeado de una naturaleza tan impresionante puede ser abandonado? En Arguijo me lo pregunté también. Pero ante mí estaban las ruinas de las casas de mis abuelos, bisabuelos y, supongo, que tatarabuelos. La historia familiar mil veces recordada por mi madre. Las huertas de arriba y de abajo que producían albérchigos e higos hasta la saciedad. Los olivares, cuyo fruto era trasladado a la prensa de la Alcantarilla, entre El Otiñar y Jaén. La cocina de lumbre baja donde mi bisabuela Carmen mantenía siempre el puchero con el café para las visitas. La panadería de los ochíos. La iglesia donde, en tiempos de guerra, mi bisabuela Juliana bautizó a su última nieta “porque no se sabe cuando va a acabar esto”. Y en la ceremonia participó parte de mi larga familia, mi bisabuela, revestida para la ocasión con una estola, ofició el bautizo. El padre de la criatura, un tío-abuelo, tocó el órgano, y mi tia-abuela Espiritusanto, cantaba el Avemaría con aquella voz preciosa que tuvo toda la vida. La escuela, la antigua casa de los señores, en el centro de la plaza. Todo fue blanco en su día, inmaculado por la cal con toque de azulete, con la que las fachadas de los pueblos andaluces, grandes o chicos, son blanqueados cada año. Hasta las ruinas son blancas, como si todavía los antiguos colonos acudieran de vez en cuando para pasar la brocha.
Vimos aparecer por detrás de la alambrada, tímido y gris, un burro que bien podría ser descendiente de aquel otro con el que Juliana iba a Jaén a comprar lo que se necesitaba en el pueblo, e iba y volvía caminando junto a él, para no cansar al pobre animal. Un Platero familiar revestido de serones de pita trenzada por mi abuelo, que ha ocupado muchas de nuestras conversaciones.
A lo lejos, fuera de la cerca que envuelve a la aldea, bien protegida, aparecía una nueva edificación. Los últimos propietarios se han reservado sólo para ellos este espacio de la sierra jiennense que parece estar diseñado por los dioses.
El ojo de la cámara fotográfica –que no los nuestros- distinguió lejana la alcazaba de Otiñar, de origen árabe, vigilante en el camino hacia o desde Granada. Dicen que se comunicaba con el castillo de Jaén, luego bautizado como de Santa Catalina, y cuando la Reconquista tardía (pues Jaén se mantuvo musulmán muchos siglos, hasta que Fernando III la recuperara) a sus pies se edificó una aldea para consolidar la Reconquista.

Hermoso el entorno de la aldea de Santa Cristina u Otiñar, agreste pero abundante el flores como adivinamos, pues era todavía invierno. El pueblo, que lleva el nombre de la Regente María Cristina de Borbón al fundarse durante su reinado, debió ser en su día un lugar alejado de guerras y riñas, rodeado de árboles, muchos de ellos frutales, bendecido por las aguas, amparado por las sierras.
A la vuelta, con pena y hasta recogimiento, nos fueron guiando las torres de la catedral de Jaén, que asomaban, diminutas, entre la curva de dos montes, como espigas doradas, como los arbujuelos. Mientras caminábamos, le contaba a Leonor que un pretendiente de doña María, la última propietaria de la aldea, trataba de convencerla para llevarla al altar prometiéndole que si accedía, le adoquinaría los kilómetros que separaban Jaén del Otiñar. Pero no pudo ser, pues el amor apareció en forma de guapo militar y el camino de la aldea permaneció para siempre de tierra.

Santa Cristina u Otiñar

“Villa sin ayuntamiento ni pila bautismal aneja de Jaén, en la provincia, partido judicial y diócesis de este nombre, (1 y ½ legua), audiencia territorial de Granada. Situación: dentro del término de la sierra de Jaén, en la falda meridional del cerro de las Matas y aza que llaman de Retamar. Tiene 16 casas de dos pisos, formando una calle denominada de San Fernando. Al principio de ella y junto a las casas consistoriales, está la iglesia dedicada a Santa Cristina y servida por un cura que reside ordinariamente en Jaén.
Confina N. cerro de las Alcandoras y peña de la Brincola; E. la cumbre llamada el Cobarrón, S. cerro de las Matas, y O. el puerto del Vitor. El cerro de las Matas está cubierto de monte bajo, los demás son piedras escarpadas que carecen de vegetación. La peña de la Brincola, es una cimbra cortada perpendicularmente de una elevación extraordinaria, por cuyo pie corre el río Quiebrajanos produciendo un espantoso ruido. La cimbra del Cobarrón es cóncava, y su interior está vistosamente adornado de petrificaciones calcáreas, por las que en invierno destila una lluvia continua y abundante, a su pie hay un manantial de agua dulce del que se surten los vecinos, por su proximidad al pueblo y ser perenne, aunque de poco caudal.
Su terreno, cuya extensión total es de 2.388 fanegas y 6 celemines del marco mayor de la campiña, que es a lo que ascienden los dos cuartos de sierra llamados la Perrilla y el castillo de Otiñar; es áspero y montuoso y a lo más podrá reducirse al cultivo unas 500 fanegas. En su extensión hay 4 nacimientos de agua dulce, llamados las Pilas, la Olivilla, fuente de los Ballesteros y la de la Ribora.
Producción: trigo, maíz, patatas y alguna cebada, todo en corta cantidad; cría ganado cabrío y vacuno y alguna caza de zorros, lobos y otros animales.
El camino que va desde Jaén, era en lo antiguo la carretera de Granada, y en él, aunque bastante malo por ser de sierra, hay que admirar el paso llamado de la Escaleruela, que es un trozo de unos 500 pasos abierto sobre una roca, llamándose a su parte más elevada puerto del Vitor, en memoria de esta obra. En este sitio se ve una lápida coronada con las armas de España en que se lee: "Reinando Carlos III padre de sus pueblos año de 1784”.
Población 14 vecinos, 60 almas. Esta población es de dominio particular; su dueño compró el terreno para poblar del caudal de propios de Jaén, en la cantidad de 453.207 reales y 17 mrvs., pagando al mismo caudal un canon de 4.596 reales y 11 mrvs. anuales, que es lo que corresponde a un 3 por ciento de capital.
FUNDACIÓN: por real orden de 23 de noviembre de 1826 se concedió a D. Jacinto Cañada y Rojo, que pudiese comprar a censo los dos cuartos de la sierra de Jaén llamados la Parrilla y el castillo de Otiñar, pertenecientes al caudal de propios de la capital, con la condición de reedificar la anterior villa de Otiñar con 15 edificios, iglesia y casas consistoriales en preciso término de 4 años, prometiéndole las gracias y privilegios concedidos para los fundadores de nuevas poblaciones. En 15 de febrero de 1827 el intendente de rentas de la provincia dio posesión al referido señor Cañada y Rojo de los terrenos mencionados, que compró por la cantidad referida más arriba y se principió la construcción del pueblo. En 24 de julio de 1834 se bendijo la nueva iglesia bajo la advocación de Santa Cristina por el gobernador eclesiástico de la Diócesis, y se dio la primera misa. Por real célula despachada en palacio a 1º de octubre de 1831 se hizo saber que S.M. la reina doña María Cristina de Borbón se dignaba admitir bajo su protección la villa e iglesia parroquial de Otiñar y que en lo sucesivo una y otra se denominarán villa e iglesia de Santa Cristina, colocando en ella las armas reales. En 2 de agosto de 1833, S.M. el rey D. Fernando VII se sirvió aprobar la nueva población, concediendo a D. Jacinto Cañada y Rojo el título de barón de Otiñar y las gracias y privilegios otorgados a los fundadores de nuevas poblaciones. Respecto a la anterior villa de Otiñar, consta que una célula testimoniada de 19 de marzo de 1508, que su población había sido de unas 50 casas, una iglesia, un párroco, 2 beneficiados, y un préstamo que percibieron sus rentas hasta la supresión del diezmo, a pesar de no haber población. En el día solo queda a distancia de 1.500 pasos de la de Santa Cristina, los restos de un castillo en que se ve aún en pie una torre y varios fortines, por lo que aquel sitio conserva el nombre del Castillo de Otiñar”.

(Pascual Madoz. “Diccionario geográfico, histórico y artístico de España y sus posesiones de Ultramar”). (1845).

Dueños de Santa Cristina:
Jacinto Cañada y Rojo, primer repoblador, nombrado barón de Otiñar. Heredó, en 1844, su sobrina:
María Juana Nieto y Cañada, quien casó dos veces, la segunda con Juan Antonio Martínez Bailén, éste, al enviudar, volvió a casar con su cuñada, heredera:
María del Dulce Nombre Nieto y Cañada. Hereda su hijo:
Rafael Martínez Nieto, alcalde y gobernador de Jaén. Hizo revivir la aldea, le aumentó tres calles, y en 1893 reedificó la parroquia de Santa Cristina y decidió que fuera la patrona la Virgen de la Merced. Sucedió su hija en 1924:
María del Dulce Nombre Martínez Serrano. Con ella comenzó el declive de la aldea.

(Diccionario García-Carraffa)

sábado, abril 14, 2007

El socialismo y la redistribución de la riqueza

Han pasado treinta y dos años desde que muriera Franco. Más de la mitad de ese tiempo ha gobernado un partido que se llama Socialista y además Obrero, con mucho apoyo, por cierto. Una de las funciones del socialismo demócrata es la distribución de la riqueza, algo muy fácil de entender, se trata de que los que más tienen paguen más a la Hacienda Pública. Una perogrullada, por otro lado. Aún así, hecha la ley, hecha la trampa, algo tan español, tan latino, tan mediterráneo, como la siesta. La trampa, de los ricos naturalmente, es contratar a abogados, economistas, gestores (que todos han de vivir) para ver de qué forma y manera esconden lo que tienen a fin de no pagar a Hacienda.
¿Cómo lo esconden? No lo sé, porque no entiendo de economía absolutamente nada, ni falta que me hace. Pero se oye decir que compran bonos, llevan la pasta a bancos extranjeros, a paraísos fiscales y compran ladrillos, muchos ladrillos, unos encima de los otros. Los ladrillos desgravan, por lo visto, con lo cual alimenta la especulación urbanística y crean monstruos, de hormigón y de carne y hueso, haciendo que unos pocos se enriquezcan a costa del resto, unos con la cara dura, y otros auténticos pardillos.
La otra cara de la moneda es que más de un cuarto de millón de personas, en España, vive en chabolas. Un veinte por ciento de la población, española, vive por debajo del umbral de la pobreza, aunque ya quisieran ese umbral en el Tercer Mundo. Pero el hecho es que estamos en España, y esto sucede en España.
¿Es este un gobierno socialista? ¿Es esta la distribución de la riqueza del nuevo, moderno y demócrata socialismo?
Pero yo me hago otra reflexión. Si los chabolistas, los pobres y los parias no tienen nada que perder, ni hipoteca que pagar, ni coche que alimentar, ni vacaciones que programar ¿qué hacen? Son muchos, llenarían plazas y calles. ¿Hasta cuando van a seguir aguantando siendo, como son, ciudadanos españoles unos, y del mundo otros?

Otro drama, el de la carretera

Para comprender las causas que provocan un fenómeno, no se conoce nada más acertado que acercarse a él lo más y mejor posible. Por esto he pensado más de cien veces que los técnicos encargados de dar solución al problema de los accidentes en carretera no viajan, porque si lo hicieran darían con las claves. O esto, o no les da la gana de abordar el tema como se merece. No se entiende que se dediquen esfuerzos para investigar enfermedades y alargar la vida, y no se haga el mismo esfuerzo para atajar el hecho que más mata, con diferencia, como son los accidentes de tráfico.
¿Alguien cree que en España asustan las multas? Eso es en Francia, por ejemplo, que se pagan. ¿Puede alguien pensar que los chavales que cogen entre sus manos un volante para demostrar ante los amiguetes que es más macho que ninguno, ve la televisión o escucha la radio o lee el periódico? Pues no. Estos proyectos de seres humanos mueren matando sin enterarse de nada. Por eso todavía no he acertado a comprender cómo se les da una tarjeta con permiso para matar sin más requisitos que los que se pedirían a un señor o señora de cuarenta años con varios hijos y supuestamente equilibrados. Lo normal en una sociedad adulta y medio sana sería que les hicieran análisis de la cabeza hasta colocarles bien el cerebro. De la misma forma que no se concede a cualquiera permiso para llevar encima una pistola, tampoco se les debe dar a los descerebrados el permiso de conducir, o como mucho, a la primera, quitárselo, pero del todo, no cuatro puntos. Pero como estos muchachos no tienen miedo a nada, pues pulsera magnética, y no digo cárcel, porque desde mi punto de vista las prisiones no deberían de existir. Con esta medida las muertes se reducirían drásticamente. Y si le añadimos un taco al acelerador, o la obligación de no fabricar vehículos que corran más de lo que se puede correr, con el añadido de lo necesario para adelantar, miel sobre hojuelas.
Las cifras caerían en picado si se diseñaran las carreteras con el cerebro. Algunos extranjeros se atreven a criticar que nuestros itinerarios sean más antiguos que las vías romanas. No comprenden que se pueda adelantar a un vehículo y sea posible que de frente venga otro.
Pero lo que rebasa el entendimiento de cualquier cerebro con más de siete neuronas, es ver a cientos y cientos de camiones de gran tonelaje, transportando ácidos, hélices de molino, casas de madera, yates, cualquier cosa, por esas carreteras de España, con sus curvas cerradas, sus puertos, o por las autovías cuando las hay, o autopistas (siempre en Catalunya, que parece que no sean hijos de los dioses y han de pagar hasta la hierba que pisan), adelantándose unos a otros sin más requisito que dar el intermitente y caiga quien caiga.
Ya sabemos que los distintos gobiernos se han ido cargando la red ferroviaria, que el transporte (que no los camioneros) es un lobby, que les obligan a trabajar lo insoportable. Sabido todo esto y visto por donde van los ocios de los españoles y también sus impuestos, que se dejen de parches, de anuncios, de lo que vulgarmente se llama marear la perdiz, y hagan autovías en condiciones. Y cuando digo autovías me refiero a dos, una para coches y otra para vehículos pesados. Y además, iluminadas, no digo que como Madrid en Navidad, pero una farola de vez en cuando.
Con los pirados marcados por la pulsera magnética, los tacos en los aceleradores, los camiones en su vía, las vías iluminadas, no harían falta anuncios, multas, radares ni hospitales para tetrapléjicos. Pero, sobre todo, habría muchas menos familias destrozadas para siempre.

martes, abril 03, 2007

El drama de la inmigración

Entre todos los inmigrantes que recibimos en este país nuestro, los que más me impresionan son los suramericanos y los subsaharianos. Los unos por la lejanía y la dificultad que representa para ellos el volver a sus países con frecuencia. Los otros por la forma en que, generalmente, llegan a España. Tal vez todas las migraciones sean igual de dolorosas, de desgarradas, pero esas me parecen aún más.
Tampoco es igual que arrive al país toda la familia, o el núcleo central, sobre todos los hijos, a que uno de ellos emprenda la aventura en solitario para tratar de conseguir la reagrupación.
He conocido casos directos –Buba, Alí, Angélica, Bibiana…- y les he visto llorar de soledad y angustia, ahogarse de congoja hasta enfermar. Vivir solo pensando en los hijos, visionando cintas donde aparecen las criaturas enviando besos a los papás, pidiéndoles que vuelvan pronto, que se apresuren a arreglar los papeles para poder estar juntos, sin lograr acabar el mensaje, impidiéndoselo las lágrimas infantiles, que son las más desoladoras. Y he visto a los padres derrumbarse, con un nudo en el estómago, con la impotencia en los ojos, aguantando a señoras tiranas –el caso de Bibiana- que les amenazan con paralizarles –más si cabe- la resolución del problema (léase los papeles) si osan abandonar el cuidado de su casa burguesa a cuatro o cinco euros la hora.
He visto a unas guapísimas yemeníes, pararse con los ojos inundados de lágrimas, viendo a grupos de muchachitos cantar alegremente, recordando a los suyos. Cualquier cosa, por insignificante que sea, les recuerda a sus hijos. O mejor sería decir que siempre les llevan con ellos, impidiéndoles ser felices ni un instante.
Y qué decir de aquellos que arriesgan la vida –con mucha posibilidad de perderla- para llegar a España, u otro país europeo, buscando algo que no existe, una quimera que les romperá el corazón, si no lo pierden antes en el océano. A veces encuentran algo, sí, algo, no lo que esperaban, pero estarán solos, añorando la aldea, soñando la aldea que podría haber llegado a ser, si en algún momento al primer mundo ahíto se le ocurriera poner en práctica el concepto solidaridad.
Es un drama la inmigración, y los españoles lo sabemos muy bien. Todavía veo documentales en la televisión catalana, donde exiliados políticos en Méjico, u otros países, lloran recordando su tierra, deseando volver a ella aunque sea después de muertos. Documentales de aquellos que marchaban a Alemania o Suiza (ahora a dos horas de avión), y se lamentan de que los hijos dejados al cuidado de la familia no han superado –ni los padres tampoco- el drama que supuso la separación.
Casi nadie está preparado para ser cosmopolita, ciudadano del mundo, y esas cosas que se dicen tantas veces sin pensar. Casi nadie es feliz fuera de su familia, sobre todo si existen los hijos. Por eso, insisto, las migraciones son dramas personales, que sumados, dan por resultado un drama más grande aún.
Cuando veo, o escucho, a los bárbaros descerebrados atacar, o atemorizar, a los inmigrantes, me asalta un sentimiento de injusticia y hasta de culpa. Y cuando escucho los lamentos de quienes aseguran que todas las subvenciones, todas las ventajas, son para los inmigrantes, pienso de qué madera estamos hechos, cómo es posible que un ser humano sea incapaz de ponerse en el lugar del otro y comprenderle.
Y esto sólo por analizar el lado humano, porque del económico, habría que preguntarse si España es en la actualidad el país objeto del deseo de los trabajadores, es decir rico, sólo gracias a los españoles, o desde hace años los inmigrantes están colaborando para llegar a donde lo hemos hecho.

El peligro político delos indecisos

Hablar de Política en un país tan inmaduro políticamente, es muy aburrido. En España (en general y salvo determinadas autonomías) se recurre a cuatro tópicos y se zanjan las discusiones con sentencias tipo refrán. Por otro lado, desde siempre, las ideologías han estado muy delimitadas. Ya Platón, en su Política, le daba más a la retórica que a la ideología, por mucho que fuera el padre del mundo de las ideas, y aunque muchos hayan querido ver en él un filósofo que empataba con el pueblo, es falso, porque, como casi siempre, se acostumbra a analizar lo que sucedió en cualquier época con los ojos actuales. No olvidemos que para el griego, la democracia era el gobierno de los idiotas, o algo así.
El pueblo, entonces, como casi siempre, era ignorado. El pueblo siempre se ha tenido que levantar, revolucionar, para que le tuvieran en cuenta. Y cuando el pueblo se revoluciona, ya se sabe, lo hace por y contra el poder, ejercido siempre por las clases dominantes, naturalmente.
Al pueblo le ha costado siempre tener ideología, no le han dejado, y eso, en según que épocas de la vida, era bueno, porque la manca de ello hacía que la intuición, y sobre todo el hambre y la injusticia, le hiciera levantarse.
Por las actuales calendas, en España (uno de los países más deseados de Europa, el mejor para trabajar, el que más crece, etc. etc.) la falta de ideologías, quizá también de ideas, hacen que las elecciones se ganen o se pierdan en base al voto de los indecisos. Ya ha pasado el tiempo de las revoluciones, la gente ha de pagar las hipotecas y, por consiguiente, han de aguantar lo que sea, y vota. Por eso, repito, los indecisos mandan, baste comprobar de qué forma las encuestas suben y baja a favor de uno u otro partido, para dar consistencia a tal aseveración.
Favorece esta situación el que muchos políticos carecen de ideología, también, y de esta forma puede verse cómo una señora, por ejemplo, con estola de visón, o un señor que lleva a los hijos a un colegio del Opus, se presente por una lista de Izquierda Unida o de los Verdes para ser cabeza de ratón y no cola de león. Conozco un caso, hay muchos, pero directamente conozco uno.
Estos indecisos, que esconden la papeleta del voto, o no responden sobre sus preferencias, aduciendo que la votación es secreta, son los causantes de que, cada poco tiempo, las calles y plazas de nuestras villas, ciudades, pueblos, aldeas, salas de televisión, bares, ateneos y cualquier local público, se vea invadido por políticos que insultan a los contrarios, prometiendo cosas imposibles, ensuciando las paredes con carteles y el suelo con octavillas, a fin, solamente, de convencer a los indecisos.
El que es abstencionista (como éramos muchos hasta que fue necesario hacer que la derecha se marchara), no necesita que nadie le ensordezca. El que es de izquierdas y vota, sabe a quien ha de votar. Porque ser de izquierdas es un ejercicio de ética que conlleva años y años. Como decía Lluis Llac la noche de su adiós a los escenarios, ser de izquierdas requiere examinarse cada día. O sea, mirar con lupa cada acto para no cargarse una trayectoria. Me refiero a los de izquierdas de verdad, no a esos que han traspasado la barrera, o dicho más llanamente, se han cambiado la chaqueta para estar siempre bien cerca del poder y del dinero.
Luego están los barnizados por la estética, los que tienen algo que conservar pero quieren más, los que creen que tienen derecho a gobernar siempre, como sus antepasados, los nostálgicos, los que creen en la caridad y no en la justicia social, estos también se sabe a quién votarán.
Los indecisos son los que nos hacen la puñeta. Sería mejor unos cursos acelerados de educación política, que aguantar, cada dos por tres, el tostón, el desasosiego y el aburrimiento de los políticos besando niños, comiendo calçots, recorriendo los mercados, dando voces, prometiendo lo imposible, mintiendo, en definitiva.