miércoles, febrero 14, 2007

Viaje a Andorra

Confieso que nunca había viajado a Andorra, aunque sí, y varias veces, a los Pirineos, sobre todo a la parte de Lérida. Tenía prejuicios y eso, para todo en la vida, es muy malo. Pero cuando mis hijos me propusieron hacer un viaje en familia, el pasado fin de semana, acepté encantada, más por la posibilidad de viajar con los nietos, que de visitar Andorra.
El apartamento alquilado en Soldeu ya ofrecía posibilidades, por el entorno. Enseguida me informé del nombre del río que se abría paso entre la nieve, d’Orient, luego Valira y algo más abajo, bien alimentado de arroyos y arroyuelos, convertido en Gran Valira. Eso me dijeron, como también que muy cerca del precioso apartamento abuhardillado, tenían casa dos deportistas andorranos, aunque vayan por la vida de catalanes o españoles.

Mientras hijos y nietos se dedicaban a esquiar primero y a relajarse después en un balneario muy de moda, yo, cotilla impenitente, recorrí parte de tres parroquias, Encamp, Escaldes-Engordany y Andorra la Vella, sin saber donde acaban unas y comienzan las otras. Al principio sólo veía tiendas y más tiendas, con precios muy asequibles, por lo del IVA, me dijeron, que en Andorra no lo pagan. También me sentí gratamente sorprendida por las estatuas que lucen por doquier, aunque la más entrañable es la de una joven haciendo puntes a coixí.
Pero quería encontrar algo que no fueran tiendas, ni rutas naturales, un detalle al menos que me enseñara algo peculiar del único estado de los Pirineos, de la época en que perteneció a la noble familia Foix, o a los Castellbó, o a los Caboet. Quizá una señal de dónde se escondían los cátaros que huían de la Cruzada.

Y encontré unas iglesias pequeñas, prerrománica una, románicas las otras, sobre pequeños oteros conservados entre la maraña de carreteras, caminos y senderos, en la pequeñez del valle, unos templos pirenaicos, como los de las comarcas que circundan a Andorra, recogidos, tímidos, ofreciendo a algunos visitantes que acuden allí buscando algo más que tabaco y licores, una imagen medieval, histórica y sencilla. También encontré dos puentes muy viejos y bien conservados.
Lo demás lo imaginé, eliminé de las laderas de las montañas las modernas edificaciones –adecuadas al entorno, techadas de pizarras-, las grúas, las calles llenas de escaparates, y vi unos valles impresionantes repletos de rebaños trashumantes pastando en los prados de verano, o marchando a los de invierno, llevando con ellos los secretos de la herejía cátara. Vi a los pastores parando en esas pequeñas iglesias de esbeltos campanarios.
Y vi, ya de vuelta, por la Cerdanya (uno de los últimos reductos de la protagonista de mi última novela “Nos, Ysabillis, Regina Mayoricorum”), a Isabel, triste, volviendo de Soria, donde había dejado a su hermano, el rey, enterrado en el monasterio de San Francisco, dirigiéndose, rozando tierras andorranas, a las de su pariente y amigo, en conde de Foix.
Antes, nos esperaba un feliz yantar familiar en un restaurante que recomiendo vivamente, El Refugi Alpí, en Andorra la Vella. Un alarde de exquisiteces, quesos, gratinados, carnes, frutas con chocolate, y un largo etcétera, con una relación calidad-precio que pensaba ya olvidado.

Una ciudad muy ecológica

Todo esto que ves aquí, hijo mío, estuvo a punto de ser un día, hace ya cincuenta años, una “ciudad muy ecológica y muy medioambiental”. Le decía un padre a su hijo de apenas diez años. Apremiado por el chico, el hombre fue explicando la historia del paraje, un lugar que mostraba gran variedad y riqueza de yacimientos arqueológicos.
A principio del siglo XXI, unos políticos –esa especie que ya está erradicada de la faz de la tierra- dieron en tratar de especular con el paraje que nos rodea, en vista de que ya no quedaba ni un palmo en la vieja ciudad de Soria y alrededores con el que urdir tejemanejes. Con el señuelo del medioambiente, se trataba de recalificar terrenos de nobilísima propiedad –los nobles tampoco existen ya, hijo mío- y de otros nuevos ricos que les bailaban el aire a los primeros.
Algunos habitantes de Soria se quedaron perplejos ante la engañifa, porque en sus entendederas de proletarios, agricultores y ganaderos, entendían que eso del medioambiente consistía más bien en “no hacer” que en recalificar y construir. O sea, que la naturaleza es sabia y sabe cómo mantenerse y regenerarse si nadie le toca las raíces ni los gallarones. Sabían también que en esa “ciudad del medioambiente” no iban a construir naves para el ganado, parideras ni, mucho menos, viviendas sociales.
Así que rozando el monte sagrado de Valonsadero, rascando las márgenes del gran río Duero, a la vista cercana de la ciudad de los numantinos (para algunos un nemeton, un lugar sagrado), comenzaron las obras de excavación según proyecto que rozaba la ilegalidad (si no la infringía directamente), con el apoyo, bendiciones y subvenciones de los distintos gobiernos azules que regían los destinos de la tierra de Soria.
Desde allá donde estuvieran, los miembros de la Asamblea de Notables que convocara Antonio Ruiz Vega en su novela “La Isla suspendida”, sin haber podido todavía sosegarse a causa de lo que sus ojos eternos veían, una vez vueltos a lo telúrico, decidieron tomar cartas en el asunto al grito de “Hasta aquí hemos llegado”. Lo que necesitaban lo tenían debajo de la tierra. Con rapidez se pusieron de acuerdo sobre los métodos a seguir, y en el espacio de tres meses, lo que debía ser una urbanización de lujo en unos terrenos recalificados, se convirtió en una pesadilla para los encargados de trabajar en ella, quienes, hay que decirlo rápidamente, no sufrieron ni un rasguño.
Los hechos comenzaron como la cosa más natural del mundo en una provincia como la soriana, es decir, saliendo a la superficie con un cierto toque de magia y a poco que se excavara, urnas funerarias del Hallstatt, guerreros numantinos adornados con torques, restos romanos de todo tipo incluida una calzada, sepulturas antropomorfas, vírgenes románicas y hasta columnas renacentistas, eso sí, con un cierto orden de aparición y a distancias prudentes
Inasequibles al desaliento los promotores y algo amoscados los trabajadores, iban cambiando la ubicación conservando lo aparecido, no de muy buena gana, pero cerca de las obras había un campamento de ecologistas, historiadores y otras gentes de mal vivir que no les quitaban ojo.
En vista de que no acababan de conseguir su propósito, la Asamblea de Notables tomó una decisión que no acabó de gustar a todos, pero que aceptaron como un mal menor. Se hicieron con todas las sustancias fumables posibles, y allá donde estaban abundaban, descendieron la cota de situación y, unos fumando directamente, otros mediante artilugios de lo más sofisticado, hicieron descender nubes y nubes de un humo que propició que los currantes visionaran desde los cazadores de pinturas esquemáticas danzando delante de hogueras, hasta un taurobolio, pasando por los elefantes de Aníbal.
Allí acabó la aventura. Aquello se convirtió en un lugar tan sagrado y tan intocable, que se ha mantenido así hasta nuestros días.