miércoles, octubre 18, 2006

Los graffitis

Hace unos días aparecía una noticia en un periódico local sobre la detención, en Arcos de Jalón, de unos muchachos de Madrid que contaban entre 19 y 21 años. El motivo no era otro que el haberles hallado en posesión de sprays y demás armas de pintura masiva y el tener la constancia de que habían sido los ejecutores de la decoración de trenes, paredes y otras superficies susceptibles de ser pintadas.
Leyendo la noticia recordé mis numerosos viajes a Madrid en tren. Al llegar al callejón del Henares aparecen a los ojos del viajero paredes medio derruidas, fábricas en ruinas, restos de vehículos, todo ello mezclado con una vegetación rala y grisácea por mor de las fábricas ubicadas en la zona. Ese trayecto sería cuanto menos deprimente si no fuera porque los jóvenes artistas del graffiti han dejado, no para la posteridad, pero sí para ojos agradecidos, sus magníficos dibujos, esos graffitis con mensajes a veces rebeldes, propios de la edad de los artistas.
No sé lo que habrán pintado en Arcos de Jalón, pero si entre lo decorado figuran paredes y ruinas como los del Henares, sin duda habría que agradecerles el detalle. En caso contrario, ya pagarán la multa.
Hace unos diez años, el hijo de una amiga mía, pintor que ha llegado a ser, y de cierta calidad, se dedicaba a esto del graffiti, además de estudiar y obtener notas altas, un curso por delante que los jóvenes de su edad. Pero el chaval tenía la rara habilidad de estar siempre donde a los bienpensantes y gente de orden no les gusta ver a los muchachos (me gustaría saber dónde les gusta a esta gente verles, o vernos a todos).
La madre, divorciada, no acababa de encontrar la explicación a este hecho, ni sabía bien qué pensar, llegando a crearse una sensación de culpa, que a veces achacaba al hecho de haberse divorciado. El hijo se bañaba desnudo y a los diez minutos un agente del orden pasaba por allí y le multaba. Ensayaba con un grupo canciones transgresoras, en un polígono de las afueras, y cuando no se quejaban los vecinos por ruidos, se quejaban otros por el contenido de las letras, y multa, quejas o lo que se terciara. Se tumbaba en el alto de la Dehesa a juguetear con moza presta, y la sombra alargada como la del ciprés de Delibes aparecía por detrás de un pino para avisar de la necesidad de conservar el orden moral. No digamos ya cuando, tranquilamente, se dedicaba a decorar con graffitis paredes mugrientas.
El muchacho, con esa paciencia envidiable de la que hacen gala algunos jóvenes, se lo pasaba casi todo por las pestañas, consciente de que lo que hacía no era punible. Pero la madre se angustiaba cada vez más, hasta que un día, de pronto, se le hizo la luz y como si de una Madre de la Plaza de Mayo se tratara, cogió la mitad de la antorcha reivindicativa del hijo, se puso delante de un ordenador y escribió una carta que dirigió a varias autoridades judiciales y políticas. Posiblemente estas autoridades harían con su carta lo que Oscar Wilde con el comentario de un crítico a su obra, decirle: “estoy en el cuarto más pequeño de la casa, tengo delante lo que usted ha escrito sobre mí, dentro de unos segundos lo tendré detrás”.
Pero al menos se quedó tranquila. Después de espetarles que la vida se estaba convirtiendo en una criminalización permanente de casi todo, les requería para que enviasen, a todos los ciudadanos, una lista con lo que podía hacerse, mucho más corta, por descontado, que la de prohibiciones. Más que nada, concluía, para hacer lo contrario en todo momento.

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