martes, julio 04, 2006

Creyentes y no creyentes

Muchas personas de este país no son creyentes, o no practican ninguna religión, que son dos temas distintos, por mucho que a veces se intente hacerlos aparecer como iguales. Porque muchas personas creen en la evolución, en la versión científica de la formación del Cosmos, en la naturaleza como sustentadora y generadora de toda la vida, y en cien teorías más, y no por ello practican religión alguna.
Otran creen en Dios, íntimamente, para adentro, y tampoco practican religión alguna ni pertenecen a ninguna iglesia.
Muchos sí pertenecen a iglesias distintas, y entre esos, bastantes a la Iglesia Católica. No he consultado ninguna estadística, pero a buen seguro que el porcentaje es muy elevado. No descubro nada si digo que la Iglesia Católica –como cualquier otra- necesita la clientela, pues en base a ella tendra más o menos fuerza para conseguir lo que se propone. A este fin –la clientela- estuvieron dedicados los representantes de esta iglesia a partir de 1939, después de haberse percatado del riesgo que hubiera supuesto para ellos la continuación de la República con sus programas. Los siguientes cuarenta años fueron de un denodado esfuerzo para hacer ver, sobre todo en el ámbito rural, la necesidad –la obligación, mejor dicho- de casarse por la iglesia y bautizar a los neófitos, para aumentar la clientela. Baste recordar quienes eran los encargados de firmar los certificados de buena conducta, que por supuesto jamás se hubieran dado a personas sin haber pasado antes por la pila bautismal. La fe de bautismo, como se llamaba al certificado, era indispensable hasta para matricular a los niños en las escuelas, públicas, por supuesto.
Llegaron unos años, más o menos desde la Gloriosa Constitución hasta principio de los noventa, en los que las bodas civiles se impusieron, los niños no se bautizaban, y algunas personas que habían sido bautizadas por el qué dirán, colaborador íntimo del clientelismo religioso, decidieron apostatar (que pruebe alguno, a ver si lo consigue). Entonces, de alguna forma que no alcanzo a ver, se formó un contubernio –quizá implícito y casual a la vez- entre el comercio y la iglesia, y se notó un cierto volver al conservadurismo, las bodas por la iglesia, los bautizos, las listas de boda, los viajes exóticos, fotos sinfin, películas, los vestidos imposibles y los banquetes insoportables, con señores encorbatados y señoras serias cuando no llorosas. Todo mezclado, todo a la vez, y el dinero ganado a fuerza de horas extras, perdiéndose por la corriente de los comercios especializados.
Hasta estaría de acuerdo con esta lucha de la Iglesia por la clientela. Muchas personas aceptamos –sin creer e incluso teniendo que sostener la tecla para no decir todo lo que sentimos y pensamos sobre el tema- los repiques de campanas (que son bonitos), las procesiones por todas las calles, las romerías (que tienen su encanto y a las que acuden creyentes o no). Hasta nos aguantamos cuando vamos a visitar un edificio religioso notable restaurado a medias por la Iglesia (a su vez subvencionada por todos) y el departamento de Cultura civil que corresponda (con nuestros impuestos) y lo encontramos cerrado a cal y canto. Incluso cambiamos el canal sin protestar demasiado cuando la televisión pública ofrece oficios religiosos católicos todos los domingos, o dedica –ahora va a suceder otra vez- horas y horas a las visitas papales. Como dice mi hermana Maruska, los agnósticos somos las personas más respetuosas que existen con las creencias de todos los demás. ¡Con las creencias! Que nada tienen que ver con la Iglesia.
Si lo analizamos bien, la Iglesia Católica no tiene toda la culpa de que la televisión pública le dedique tantas horas en detrimento de las minorías que preferiríamos ver más teatro, cine de arte y ensayo sin cortes publicitarios, programas de literatura, y cosas parecidas, si se lo dan, pues miel sobre hojuelas. Pero muchos creemos que es hora ya de que esto cambie. El título primero de la Constitución, en su artículo 16, apartado 3, dice:

Ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones.

¿Qué quiere decir lo de cooperación? ¿Hay que seguir pagando? ¿Por qué una religión, una creencia íntima, ha de ser financiada por todos los españoles, creyentes o no? Lo de la casilla en la declaración de la renta no llega, y como no llega, el dinero sale de todos. ¿Se va a seguir financiando mucho tiempo más las creencias y la religiosidad de un sola confesión en detrimento, por ejemplo, de la investigación científica? ¿Se les ha olvidado a los católicos que el quinto mandamiento de la Iglesia Católica señala la obligación de ayudar, cada uno según su capacidad, a subvenir a las necesidades materiales de la Iglesia, ellos, los creyentes?
Y los gobiernos socialistas que fueron y han sido están permitiendo que suceda con la Iglesia Católica lo que no se conoce de ninguna iglesia de otros países, y es que, gracias al poder que todavía tienen por mor de la financiación con el dinero de todos, intervenga de la manera que lo hace en la vida política y social. No se limitan a participar con el voto, si no que tenemos que soportar a sus miembros, en calidad de tal, manifestar y opinar sobre educación, sexualidad, legislación... tratando de torcer y manipular, con potentes medios de comunicación a su servicio que predican todo, menos la doctrina que sustenta a la Iglesia.
¿No va a cambiar esto nunca? Han pasado más de veinte siglos de poder de la Iglesia, por encima de todos los poderes. ¿No es ya suficiente?

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